Abril 2006
Entoces parece fácil comenzar de cero, mirarse en los ojos vidriosos de un espejo y darse cuenta del silencio que hay en nuestras pupilas. Caminamos por los espacios mínimos que nos han dejado los hombres y nos hallamos en el vacío de nuestros silencios. Cómo habremos de curarnos del desacierto, de eso que no somos cuando nos dejamos ir por el río infinito de las calles simples de nuestros días, de cada amanecer que aún no nos despierta con sus resplandores.
Sí, enfermos somos de la luz cegadora de esos días por los que transcurrimos, por los que dejamos cada centímetro de nuestro pasado, cada medida de tiempo vivida. Henos ahí, callados camaleones que se ocultan entre las sombras de los que no somos, de esos otros que se congregan a nuestro lado para buscar nuestra propia sombra.
Finalmente todo es un engaño, un artilugio del espacio que deja nuestro cuerpo cuando se vacía, cuando se deja ir en silencio hacia el desconocido pasado que le aqueja. Cada mañana me miro al espejo entre las nubes lejanas del astigmatismo y la miopía; dejo los accesorios siempre al lado de la cama, dejo los sueños siempre a la orilla de mi madrugada, y contemplo mi desnudez ficticia, mi indescriptible mutismo ante ese otro que soy yo mismo.
Y he te aquí, desfigurada por la fuerza del sueño que aún persiste, con tu rostro mediano, siempre entre los puntos que pudieran darle una mínima definición, siempre un punto medio sin importancia. Los ojos, ineficientes, arruinados a fuerza del uso y las lágrimas nunca lloradas, que pronto dejan el espacio del rostro a una nariz que no deja líneas a la definición, ni recta ni ganchuda, ni grande ni pequeña; se debate en los límites de la medianindad indefinible que le hereda a la boca, más bien delgada y siempre presta a la mueca desagradable o a la pronta sonrisa.
El rostro, radiografía simple del organismo, extiende su esencia a toda la persona; cuerpo mediano, sobrado de kilos en exceso y desproporcionado, nada más lejano a una idea de equilibrio o estética; desagradable a la vista, desagradable al tacto, con una fealdad que ni siquiera ofende, sino que en su medianidad pasa sin ser vista, se deja ir como un espacio que, más que vacío, es inexistente.
La palabra escrita delinea caminos, recubre senderos y nos deja ver, en ocasiones, las entrañas mismas de eso a lo que le dan nombre. Ahora descubrimos en ellas el nuestro, el factor común de lo que somos o creemos ser, una medianidad que, a fuerza de no querer tomar los colores del otoño, se ha quedado en un tono medio-ocre. Es la mediocridad lo que nos da nombre, lo que nos define sin engaños.
Rostro, cuerpo, apariencia de mediocridad. Y el espíritu, ese cúmulo de vacuidades que, de vez en cuando, se dejan ver en los resquicios de sobriedad de una sonrisa, no es más que humo y aparente silencio, que a ratos nos engaña con su presencia, ni grandiosa, ni triste, a un tiempo serena y desquiciante, mediocre por convicción sumaria.
Ahora te crees descubierta en estas líneas, definida en todos los aspectos nombrada con el asombro de ver las cosas por primera vez en estas breves líneas y entoces dispones todo para comenzar la historia, para creer que puedes decirlo todo en la palabra escrita, pero te encuentras en un vacío.
Para hablar de la historia sólo hay dos fechas; una antiquísima, mecanografiada en un papel ahora amarillento que se dejó transgredir por la tinta de las firmas de los desconocidos testigos y la mujer que te dió la única certeza que no se ha ido hace más de dos décadas. Y la otra fecha, inecrita aún, indescifrable, pero presente en el cansancio diario de los párpados cargados de sueños.
Entre estas fechas, convenciones del tiempo, sólo hay una línea marcada por las multiples huellas de las circunstancias, y el polvo que los caminos acumulan entre los dedos al ser andados. Si es necesario llenar el forzado trabajo de esta semblanza con la onerosa descripción de las circunstancias es mejor abandonar honrosamente el intento a tiempo, antes de que los recuerdos se conviertan en las ideas fijas de nuestro insomnio.
Entoces parece fácil comenzar de cero, mirarse en los ojos vidriosos de un espejo y darse cuenta del silencio que hay en nuestras pupilas. Caminamos por los espacios mínimos que nos han dejado los hombres y nos hallamos en el vacío de nuestros silencios. Cómo habremos de curarnos del desacierto, de eso que no somos cuando nos dejamos ir por el río infinito de las calles simples de nuestros días, de cada amanecer que aún no nos despierta con sus resplandores.
Sí, enfermos somos de la luz cegadora de esos días por los que transcurrimos, por los que dejamos cada centímetro de nuestro pasado, cada medida de tiempo vivida. Henos ahí, callados camaleones que se ocultan entre las sombras de los que no somos, de esos otros que se congregan a nuestro lado para buscar nuestra propia sombra.
Finalmente todo es un engaño, un artilugio del espacio que deja nuestro cuerpo cuando se vacía, cuando se deja ir en silencio hacia el desconocido pasado que le aqueja. Cada mañana me miro al espejo entre las nubes lejanas del astigmatismo y la miopía; dejo los accesorios siempre al lado de la cama, dejo los sueños siempre a la orilla de mi madrugada, y contemplo mi desnudez ficticia, mi indescriptible mutismo ante ese otro que soy yo mismo.
Y he te aquí, desfigurada por la fuerza del sueño que aún persiste, con tu rostro mediano, siempre entre los puntos que pudieran darle una mínima definición, siempre un punto medio sin importancia. Los ojos, ineficientes, arruinados a fuerza del uso y las lágrimas nunca lloradas, que pronto dejan el espacio del rostro a una nariz que no deja líneas a la definición, ni recta ni ganchuda, ni grande ni pequeña; se debate en los límites de la medianindad indefinible que le hereda a la boca, más bien delgada y siempre presta a la mueca desagradable o a la pronta sonrisa.
El rostro, radiografía simple del organismo, extiende su esencia a toda la persona; cuerpo mediano, sobrado de kilos en exceso y desproporcionado, nada más lejano a una idea de equilibrio o estética; desagradable a la vista, desagradable al tacto, con una fealdad que ni siquiera ofende, sino que en su medianidad pasa sin ser vista, se deja ir como un espacio que, más que vacío, es inexistente.
La palabra escrita delinea caminos, recubre senderos y nos deja ver, en ocasiones, las entrañas mismas de eso a lo que le dan nombre. Ahora descubrimos en ellas el nuestro, el factor común de lo que somos o creemos ser, una medianidad que, a fuerza de no querer tomar los colores del otoño, se ha quedado en un tono medio-ocre. Es la mediocridad lo que nos da nombre, lo que nos define sin engaños.
Rostro, cuerpo, apariencia de mediocridad. Y el espíritu, ese cúmulo de vacuidades que, de vez en cuando, se dejan ver en los resquicios de sobriedad de una sonrisa, no es más que humo y aparente silencio, que a ratos nos engaña con su presencia, ni grandiosa, ni triste, a un tiempo serena y desquiciante, mediocre por convicción sumaria.
Ahora te crees descubierta en estas líneas, definida en todos los aspectos nombrada con el asombro de ver las cosas por primera vez en estas breves líneas y entoces dispones todo para comenzar la historia, para creer que puedes decirlo todo en la palabra escrita, pero te encuentras en un vacío.
Para hablar de la historia sólo hay dos fechas; una antiquísima, mecanografiada en un papel ahora amarillento que se dejó transgredir por la tinta de las firmas de los desconocidos testigos y la mujer que te dió la única certeza que no se ha ido hace más de dos décadas. Y la otra fecha, inecrita aún, indescifrable, pero presente en el cansancio diario de los párpados cargados de sueños.
Entre estas fechas, convenciones del tiempo, sólo hay una línea marcada por las multiples huellas de las circunstancias, y el polvo que los caminos acumulan entre los dedos al ser andados. Si es necesario llenar el forzado trabajo de esta semblanza con la onerosa descripción de las circunstancias es mejor abandonar honrosamente el intento a tiempo, antes de que los recuerdos se conviertan en las ideas fijas de nuestro insomnio.
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