Mayo 2006
Toda la noche tuvo escalofríos en las piernas. En algún momento del sueño se levantó por otra manta para cubrirse, la lluvia le fue susurrando secretos desde la ventana, la fue llamando con su murmullo de caída. No sabría precisar cuándo se fue muriendo en silencio. Luego, en una habitación vacía, pensaba en la disposición de los muebles: cómo habría de acomodarse para la eternidad entera. Sin tiempo, fue observando la verdosidad del ambiente, de humedades atemporales y transcursos silentes, halló la trasparencia de sus manos sobre los muebles. Sola, sitiada en sí misma, caminó despacio en esa habitación con una olfombra de hojas secas a la mitad de la duela; en un extremo, el pasillo en donde transcurrían los fantasmas familiares, como suspendidos por hilos; y en el otro, un balcón abierto -siempre había querido ese balcón con barandal de acero-.
Muerta. Descubrió sus propios hilos que la separaban del piso. Algo aéreo había en sus vestidos: manta o lino ceñido al pecho, luego una caricia lenta hasta la rodilla. El cabello recogido, presunción poética del cuello. Seguía pensando en los muebles. En un giro de su transparencia lo halló: con precisión milimétrica llenaba una pared de clavos y tornillos, uno a uno, en líneas que se hacían paralelas a las precedentes. Desiguales, herían la pared en la miseria de sus humedades. No fue necesario moverse con ese ojo que le veía de todas partes para enfocarse en su brillo.
Una copa, de cristal grueso, honda para arropar al vino tinto -sangre de tierra y tiempo-, en la esquina de una mesa, elevándose en silencio. Imposible vuelo, comenzó a girar de arriba abajo, rozando paredes, desafiando realidades. Él habló del embrujo, de los fantasmas, de la necesidad de romper el sortilegio y con los ojos escapando de sus órbitas salió en busca de un altar y algunas bendiciones. De nuevo sola, con la copa a sus espaldas coqueteándole al techo, volvió a pensar en los muebles. El comedor debía estar a la entrada.
Regresó con estrépito de dioses y súplicas rastreras. Nada, nada para este aire invadido por la ingravidez de la copa. Ella lo miró con carcajadas en los ojos y le explicó sin palabras que ese era un sitio divertido, que si lo que quería era atrapar la copa sólo necesitaba cerrar los ojos y pensar en ella para que le perteneciera.
En la oscuridad de sus propios párpados, frente a la pared tapizada de clavos, le mostró la forma en que sólo hace falta pensar en algo para que esté en nuestras manos. La orbita sin sentido de la copa chocó con los dedos de su mano derecha y en carcajada de vidrio tintineando la volvió a lanzar al aire, emancipándose del deseo. Luego nada, la eternidad abriéndole las puertas.
Toda la noche tuvo escalofríos en las piernas. En algún momento del sueño se levantó por otra manta para cubrirse, la lluvia le fue susurrando secretos desde la ventana, la fue llamando con su murmullo de caída. No sabría precisar cuándo se fue muriendo en silencio. Luego, en una habitación vacía, pensaba en la disposición de los muebles: cómo habría de acomodarse para la eternidad entera. Sin tiempo, fue observando la verdosidad del ambiente, de humedades atemporales y transcursos silentes, halló la trasparencia de sus manos sobre los muebles. Sola, sitiada en sí misma, caminó despacio en esa habitación con una olfombra de hojas secas a la mitad de la duela; en un extremo, el pasillo en donde transcurrían los fantasmas familiares, como suspendidos por hilos; y en el otro, un balcón abierto -siempre había querido ese balcón con barandal de acero-.
Muerta. Descubrió sus propios hilos que la separaban del piso. Algo aéreo había en sus vestidos: manta o lino ceñido al pecho, luego una caricia lenta hasta la rodilla. El cabello recogido, presunción poética del cuello. Seguía pensando en los muebles. En un giro de su transparencia lo halló: con precisión milimétrica llenaba una pared de clavos y tornillos, uno a uno, en líneas que se hacían paralelas a las precedentes. Desiguales, herían la pared en la miseria de sus humedades. No fue necesario moverse con ese ojo que le veía de todas partes para enfocarse en su brillo.
Una copa, de cristal grueso, honda para arropar al vino tinto -sangre de tierra y tiempo-, en la esquina de una mesa, elevándose en silencio. Imposible vuelo, comenzó a girar de arriba abajo, rozando paredes, desafiando realidades. Él habló del embrujo, de los fantasmas, de la necesidad de romper el sortilegio y con los ojos escapando de sus órbitas salió en busca de un altar y algunas bendiciones. De nuevo sola, con la copa a sus espaldas coqueteándole al techo, volvió a pensar en los muebles. El comedor debía estar a la entrada.
Regresó con estrépito de dioses y súplicas rastreras. Nada, nada para este aire invadido por la ingravidez de la copa. Ella lo miró con carcajadas en los ojos y le explicó sin palabras que ese era un sitio divertido, que si lo que quería era atrapar la copa sólo necesitaba cerrar los ojos y pensar en ella para que le perteneciera.
En la oscuridad de sus propios párpados, frente a la pared tapizada de clavos, le mostró la forma en que sólo hace falta pensar en algo para que esté en nuestras manos. La orbita sin sentido de la copa chocó con los dedos de su mano derecha y en carcajada de vidrio tintineando la volvió a lanzar al aire, emancipándose del deseo. Luego nada, la eternidad abriéndole las puertas.
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