Mayo 2007
Desde entonces comenzaste a doler, con ese escalofrío en la columna, te fuiste yendo, despacio, sin el exabrupto del tiempo. Recuerdo el principio, nunca quería pensar en el final, aun la semana pasada pedía silencio a mi mente para no pensarlo, como si pudiera exorcizarlo de mi mente, de mis manos, de mi cuerpo.
Pero no, el final comenzó a avanzar por nuestras palabras, sin darnos cuenta, nos despedíamos con la mirada, y entonces no pudimos retenernos, a pesar del amor, del tiempo, del recuerdo tangible en los laberintos que fuimos trazando en nuestro cuerpo, a pesar de ti y de mi, nos fuimos haciendo silencio.
Hablamos, pedimos tiempos, pedimos partirnos el corazón, lastimarnos con nuestros silencios, quedarnos solos con los recuerdos; pedimos hacernos daño sin sentido. Y luego, nada, te vas, me quedo; me voy, te quedas, nos dividimos la culpa, el dolor, la incertidumbre, en nombre de la equidad nos hemos hecho daño ambos, nos dolemos, nos sentimos, a nuestro pesar, nos pesamos.
Luego, el impaz de la soledad, detenidos en nuestro espacio, en nuestro tiempo, el plural pierde el sentido, la soledad se duele del cuerpo y nos quedamos quietos. Sí, ahora no hay otra forma, hay que tenderse en el dolor, sentir cada centímetro de piel que extraña, que añora, que no entiende; es necesario entonces quedarse muy quieto, para que el dolor pase sus patas peludas por nuestro cuerpo, desde la nuca hasta el pie izquierdo, sin que halle un temblor ligero que le hable de vida y le llame a quedarse ahí, habitando nuestro anhelo.
Ya pasa, ya recorre tanteando esa misma piel que fue tuya siempre, sin tiempo, sitiada en el escándalo de tus besos. Ahora silencio, nuestra piel se muere de silencio, se marchita sin la humedad de tus labios, se sabe desierta, se estremece de dolor, tiene miedo. Vamos entonces hacia adentro.
Ayer alguien escribía de las despedidas, del anden de siempre, con las manos que se agitan, los besos alados que recorren el viento, las lágrimas que humedecen la mirada del recuerdo. La despedida es algo definitivo, se rompe con ese último adiós algo nuestro, algo dentro, no importa regresar de nuevo, no importa que la despedida sea temporal, siempre somos otros en el reencuentro.
La nuestra ha sido tan simple, claro, nuestra madurez, la posibilidad del acuerdo, la racionalidad que no permite lágrimas, ni sollozos, ni declaraciones de arrepentimiento, ni perdones. Entonces estamos de acuerdo, siempre lo estamos, y todo está bien y te vas, y no lloro con tus palabras, ni con tu última mirada, ni con ese beso que ya no quería quedarse, me quedo sentada, espero tu silencio detrás de la puerta que se cierra, aun escucho tus pasos descendiendo, pienso en tus ojos.
Después lloro, no hay consuelo, me miro las manos húmedas sin tu cielo, se está nublando el techo de la recámara, hay una tormenta dentro, y hasta la cama en donde estoy, con las rodillas abrazadas al pecho, cae esa lluvia de desaliento, estoy empapada, tengo frío, muero de miedo. No puedo hacer un escándalo, pongo mi frente en las rodillas y lloro mansamente bajo la tormenta de lo que no tiene remedio.
Luego la tormenta cae en mis manos, entra por la palidez de mis venas, se me va instalando dentro, y no deja de lloverse, tengo anegado el cuerpo de esta lluvia salada que huele a misterio de mar, a furia de océano. Entonces los ojos se desbordan a cada momento, en oleadas salinas, sin caracolas, sin sueños, sólo este oleaje, esta sal, esta nada, este doloroso viento.
Desde entonces comenzaste a doler, con ese escalofrío en la columna, te fuiste yendo, despacio, sin el exabrupto del tiempo. Recuerdo el principio, nunca quería pensar en el final, aun la semana pasada pedía silencio a mi mente para no pensarlo, como si pudiera exorcizarlo de mi mente, de mis manos, de mi cuerpo.
Pero no, el final comenzó a avanzar por nuestras palabras, sin darnos cuenta, nos despedíamos con la mirada, y entonces no pudimos retenernos, a pesar del amor, del tiempo, del recuerdo tangible en los laberintos que fuimos trazando en nuestro cuerpo, a pesar de ti y de mi, nos fuimos haciendo silencio.
Hablamos, pedimos tiempos, pedimos partirnos el corazón, lastimarnos con nuestros silencios, quedarnos solos con los recuerdos; pedimos hacernos daño sin sentido. Y luego, nada, te vas, me quedo; me voy, te quedas, nos dividimos la culpa, el dolor, la incertidumbre, en nombre de la equidad nos hemos hecho daño ambos, nos dolemos, nos sentimos, a nuestro pesar, nos pesamos.
Luego, el impaz de la soledad, detenidos en nuestro espacio, en nuestro tiempo, el plural pierde el sentido, la soledad se duele del cuerpo y nos quedamos quietos. Sí, ahora no hay otra forma, hay que tenderse en el dolor, sentir cada centímetro de piel que extraña, que añora, que no entiende; es necesario entonces quedarse muy quieto, para que el dolor pase sus patas peludas por nuestro cuerpo, desde la nuca hasta el pie izquierdo, sin que halle un temblor ligero que le hable de vida y le llame a quedarse ahí, habitando nuestro anhelo.
Ya pasa, ya recorre tanteando esa misma piel que fue tuya siempre, sin tiempo, sitiada en el escándalo de tus besos. Ahora silencio, nuestra piel se muere de silencio, se marchita sin la humedad de tus labios, se sabe desierta, se estremece de dolor, tiene miedo. Vamos entonces hacia adentro.
Ayer alguien escribía de las despedidas, del anden de siempre, con las manos que se agitan, los besos alados que recorren el viento, las lágrimas que humedecen la mirada del recuerdo. La despedida es algo definitivo, se rompe con ese último adiós algo nuestro, algo dentro, no importa regresar de nuevo, no importa que la despedida sea temporal, siempre somos otros en el reencuentro.
La nuestra ha sido tan simple, claro, nuestra madurez, la posibilidad del acuerdo, la racionalidad que no permite lágrimas, ni sollozos, ni declaraciones de arrepentimiento, ni perdones. Entonces estamos de acuerdo, siempre lo estamos, y todo está bien y te vas, y no lloro con tus palabras, ni con tu última mirada, ni con ese beso que ya no quería quedarse, me quedo sentada, espero tu silencio detrás de la puerta que se cierra, aun escucho tus pasos descendiendo, pienso en tus ojos.
Después lloro, no hay consuelo, me miro las manos húmedas sin tu cielo, se está nublando el techo de la recámara, hay una tormenta dentro, y hasta la cama en donde estoy, con las rodillas abrazadas al pecho, cae esa lluvia de desaliento, estoy empapada, tengo frío, muero de miedo. No puedo hacer un escándalo, pongo mi frente en las rodillas y lloro mansamente bajo la tormenta de lo que no tiene remedio.
Luego la tormenta cae en mis manos, entra por la palidez de mis venas, se me va instalando dentro, y no deja de lloverse, tengo anegado el cuerpo de esta lluvia salada que huele a misterio de mar, a furia de océano. Entonces los ojos se desbordan a cada momento, en oleadas salinas, sin caracolas, sin sueños, sólo este oleaje, esta sal, esta nada, este doloroso viento.
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