De nuevo está esa mirada, de hilos transparentes que quieren detenerme en el umbral de la recámara, que buscan de nuevo mis labios, mis senos oprimidos por el deseo de sus manos, mi piel aún húmeda de sus abrazos.
Me doy la vuelta y sé que me sigue mirando, con esos ojos suplicantes que no logran hacerse palabra nunca, que en el amor parecen estar tan seguros, tan ciertos de este pacto nuestro, pero a penas suenan las horas se descompone su aliento, se sienten húerfanos en sus órbitas secas.
Un día le dije que deberíamos llorar en cada despedida, como si con ello pudieramos limpiar la culpa de nuestras mutuas huídas; llorar como si fuera el fin del mundo, como si él se fuera al Congo a morir de malaria, o como si yo me fuera a un claustro de silencio, a la guerra final, total, absoluta, cómo si me fuera a cambiar de nombre para entregarme a la mafia y matar por un sueldo y entonces tratara de olvidarlo en cada cuarto de hotel en que fuera a guardar mis recuerdos.
Pero no hay más que esta mirada, y cómo la siento bullir en mi espalda mientras él se queda en cualquier cama, esperando escuchar mis últimos pasos a la salida, pensando aun en mis pasos por la calle, sobre las escaleras o los andenes, se queda esperando que vuelva, con los pies helados entre la soledad de esas sábanas.
Esta vez lo he sentido distinto, quizá como sería si pudiera recordar el principio; una furia soterrada, una urgencia de acabar con el desamparo, una desición unánime que sin duda han tomado en reunión plenaria sus sentidos. Nos hemos amado con fuerza, con el fervor de lo desconocido, las manos atadas a nuestros cuerpos, los labios prendidos de nuestro silencio, a penas aliviados por el fluir del amor, ese ir y venir de alientos, gemidos incontenibles, rasguños con presuntuosos acentos.
Estoy en el umbral, de nuevo el reloj, siento el aire atemperado por nuestro encuentro, la atmósfera pesa un poco por los humores dulces de nuestros cuerpos... giro sobre mí misma, de nuevo el desencuentro, sigo de frente, sin mirar, miro las puntas de mis zapatos sobre la duela, me detengo un poco para bajar por esta escalera, igual a todas las escaleras, pero de pronto siento su mano oprimiendo mi muñeca, su voz cálida en mi nuca que esta vez suena igual a su mirada, que me dice despacio, saboreando cada sonido que me exalta: "Amor, ¿saltamos?", y entonces me vuelvo a sus brazos y siento como el piso desaparece al contacto de sus labios.
Me doy la vuelta y sé que me sigue mirando, con esos ojos suplicantes que no logran hacerse palabra nunca, que en el amor parecen estar tan seguros, tan ciertos de este pacto nuestro, pero a penas suenan las horas se descompone su aliento, se sienten húerfanos en sus órbitas secas.
Un día le dije que deberíamos llorar en cada despedida, como si con ello pudieramos limpiar la culpa de nuestras mutuas huídas; llorar como si fuera el fin del mundo, como si él se fuera al Congo a morir de malaria, o como si yo me fuera a un claustro de silencio, a la guerra final, total, absoluta, cómo si me fuera a cambiar de nombre para entregarme a la mafia y matar por un sueldo y entonces tratara de olvidarlo en cada cuarto de hotel en que fuera a guardar mis recuerdos.
Pero no hay más que esta mirada, y cómo la siento bullir en mi espalda mientras él se queda en cualquier cama, esperando escuchar mis últimos pasos a la salida, pensando aun en mis pasos por la calle, sobre las escaleras o los andenes, se queda esperando que vuelva, con los pies helados entre la soledad de esas sábanas.
Esta vez lo he sentido distinto, quizá como sería si pudiera recordar el principio; una furia soterrada, una urgencia de acabar con el desamparo, una desición unánime que sin duda han tomado en reunión plenaria sus sentidos. Nos hemos amado con fuerza, con el fervor de lo desconocido, las manos atadas a nuestros cuerpos, los labios prendidos de nuestro silencio, a penas aliviados por el fluir del amor, ese ir y venir de alientos, gemidos incontenibles, rasguños con presuntuosos acentos.
Estoy en el umbral, de nuevo el reloj, siento el aire atemperado por nuestro encuentro, la atmósfera pesa un poco por los humores dulces de nuestros cuerpos... giro sobre mí misma, de nuevo el desencuentro, sigo de frente, sin mirar, miro las puntas de mis zapatos sobre la duela, me detengo un poco para bajar por esta escalera, igual a todas las escaleras, pero de pronto siento su mano oprimiendo mi muñeca, su voz cálida en mi nuca que esta vez suena igual a su mirada, que me dice despacio, saboreando cada sonido que me exalta: "Amor, ¿saltamos?", y entonces me vuelvo a sus brazos y siento como el piso desaparece al contacto de sus labios.
como si él se fuera al Congo a morir de malaria, o como si yo me fuera a un claustro de silencio, a la guerra final, total, absoluta, cómo si me fuera a cambiar de nombre para entregarme a la mafia y matar por un sueldo y entonces tratara de olvidarlo en cada cuarto de hotel en que fuera a guardar mis recuerdos.
ResponderEliminarÉsta es la parte que quizá por recurrir a la georreferencia termina por no cuajar en esa danza de sensaciones de emociones de quien se sabe observado por la entrega irrefrenable de lo que no debió haber sido, pero que en el desborde de la liberación que es efímera se sabe que escapa y se escurre y no queda sino compartir esa culpa y repetir el pecado en la ilusión de aprehenederlo para que no vuelva a huir una vez más
Claro, el párrafo es malo, es una desgracia que en los textos se metan referencias que un único lector puede entender. Confieso mi yerro. Por otro lado, en la huida hay poco de culpa y mucho de irremediable, aunque al final la historia pretenda salvarse con la idea de que ese otro habrá de invitarnos al vuelo.
ResponderEliminarQuerido Sr. Heredia le agradezco profundamente su lectura y más aún, su disposición a la amable charla.