Hace días que llegó la nieve, primero una noche suave, de copos mínimos, dispersos, una noche de fiesta para los que esperábamos que llegara como la anunciación de que en verdad estamos tan al norte que lo que baja del cielo se congela. Luego de esa noche comenzaron los rumores de la gran tormenta, los noticieros con sus imágenes de mapas térmicos, Nostradamus de nuestra era, y la gente en la calle con temor en las voces decían que llegaba, que era enorme, la más grande dicen, que duraría días, de oscuridad blanca, apocalíptica.
La noche antes de la tormenta había filas fuera de las tiendas, se aprovisionaban todos, urgían las compras, para la noche, fría y ventosa pero aun sin nieve a la vista, ya se había agotado el agua en el barrio, iba la gente por las calles con sus carritos de la compra llenos de galones de agua comprados quién sabe dónde. Al final conseguimos un par de botellas grandes en la tienda que abre toda la noche en nuestra calle, dos por 5 dólares, el sobreprecio del pánico, el módico impuesto de la emergencia.
Las calles comenzaron a vaciarse desde esa noche, y la nieve llegó vertical, silenciosa, como una lluvia fantasma, cubriéndolo todo con su sábana blanca, desde el piso 28 se veían las calles estrechándose, restringidas cada vez más por sus márgenes nevados. Para el medio día ya se había instalado el viento con desplantes de tormenta, las ráfagas heladas como latigazos sobre el lomo de las bestias que llevan el trineo del invierno. Rugía ese viento, se hacía remolino en los ángulos del balcón, como un animal ciego atrapado entre muros intangibles.
El invierno llegaba a reclamar sus tierras, a hacerle frente al veraneo absurdo que había teñido de tropicalidad las navidades, a arrancarle las faldas cortas a las muchachas migrantes, con su aliento polar diciéndoles cosas heladas al oído. Silbaba ese viento la melodía solemne de las conquistas sobre las copas de los rascacielos, avisaba la entrada triunfal del general invierno. Por las orillas de nuestra ventana, imperceptibles hasta que se fueron acumulando en el dintel, se colaban los copos más pequeños como las astillas de cristal que hacen brillar la superficie en donde hubo un vaso roto. La fuerza del viento empujaba la tormenta dentro de la recámara, resquebrajando los cimientos de nuestra muralla de calefacción, obligándonos al abrigo adentro de la casa.
Toda la tarde pensamos que la tormenta se instalaría por días, dejaron de circular los automóviles y sólo las sirenas de los vehículos de emergencia cantaban en las profundidades del océano de niebla. Se suspendieron también los trenes, y la gran ciudad parecía dormida, atrincherada detrás de sus ventanas de doble vidrio y sus muros aislantes. Pero a pie de calle, en nuestro barrio de migrantes, bajo la tormenta la gente hacia la fiesta del asueto sorpresa, las familias forradas de chamarras y botas de hule resbalaban por las calles, los niños amasaban sus proyectiles, algunos con el cuidado del artesano, otros sólo tomaban a puños la nieve y la hacían volar por el aire contra todos los que pasaban, enemigos reales o imaginarios, mientras, en una calle vecina, un grupo de hombres se lanzaba, de extremo a extremo, el balón de americano, se tacleaban contra las montañas de nieve en que se iban convirtiendo ya los coches, sus chamarras cada vez más nevadas, sus movimientos torpes; ahí estaban los hombres de las nieves, blancos y borrosos, luchando contra la tormenta con gritos guturales, ebrios de catástrofe pequeña, festejando a gruñidos la breve libertad doméstica.
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