La mañana de Noche Buena tuvo un sol suave desde temprano, y el aire vaporoso con el que comienzan los días de verano; desde la altura de nuestro balcón, a ojo de pájaro, las calles estaban llenas de gente sin abrigos, extraño, atípico, como los presagios de las catástrofes, como la dulce calma de las playas antes de que llegue la gran ola; para el medio día, navegábamos a 18°, premonición del trópico que asciende y colma el mundo entero con sus fiebres. Hubiera esperado la nieve, la navidad blanca del norte con alientos glaciares, pero no fue así, Nueva York nos ha dado la navidad más cálida de su historia.
Y a la noche, la luna llena iluminando nuestro paseo de falso verano por el Parque Central, con esa luz blanca que diluye los objetos con sus sombras, confunde quietud con movimiento, como si los árboles del bosque ficticio de esta ciudad pudieran seguirnos los pasos por un trecho, y luego aburrirse de nuestra charla de asombros predecibles. En el subterráneo la gente respiraba el sopor del calentamiento global, cargados con las bolsas de las compras navideñas, la bandera triunfal del bonito consumismo de temporada, la pobre gente de esta ciudad no sabe qué pasa con el invierno.
De unos días para acá sólo se habla de la nieve, como de los fantasmas recientes que aún flotan sobre nuestra memoria aunque ya no están. La nieve como la confirmación de que es posible la normalidad. Pero ha pasado la Noche Buena, y el día de Navidad los periódicos hacían festín con la nota del calor, uno con letras grandes hablaba del “Saunaclos”; ahora el año nuevo despunta con temperaturas que quieren alcanzar el cero pero no lo logran, y de nieve sólo hemos tenido una llovizna de hielo hace algunas tardes, una mezcla de granizada y ventisca, como un hijo mestizo del trópico que migra, seduce al norte y lo conquista.
Navidá sudamericana...
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