“Somos cuentos,
contando cuentos,
nada”
Ricardo Reis
Para leer poesía es necesario leer a Fernando Pessoa, adentrarse en las esencias que dio al mundo desde el vértice entre la soledad y la miseria, desde el misticismo escéptico más exacerbado de la historia de la literatura portuguesa, desde la múltiple nomenclatura de una misma esencia: el poeta.
Pessoa se esconde, da un giro entre la soberbia de Álvaro de Campos, colérico de sí frente a la Tabaquería y la dulzura clasicista que Ricardo Reis hace oda para una Lidia desconocida; para luego alzar la voz melancólica, la saudade del pastor Alberto Caeiro y caer sobre sí mismo y renacer en Fernando y darse al mundo en su lectura.
Qué podemos decir entonces de éste que se hizo muchos, que creó vidas distintas, preferencias, estilos; éste que, como llegó a decir José Saramago –Nobel 1998-, “fue un hombre que nunca supo realmente quién era, pero que gracias a él, nosotros nos encontramos un poco más cada día”. Se puede decir mucho: que la esquizofrenia no lo dejó vivir, que el miedo a perderse en la locura lo llevó a refugiarse en una personalidad múltiple asumida, en estos heterónimos que acompañaron mejor que nadie sus soledades.
También podemos decir que llegó a ser un defensor expreso del fascismo de su época, con ensayos políticos de pocas repercusiones y firmantes diversos; que vivió solo gran parte de su vida, y que en una noche, sobre la cómoda de su recámara, de pie, escribió treinta y dos versos de un solo golpe, para darle vida a Caeiro, en la que fuera la noche más feliz de su vida, cuando nació en él su maestro, como lo dijo en carta a uno de sus pocos amigos cuando le relató la forma en que “alguien se lo iba dictando todo al oído”.
En Pessoa todo es diverso; los estilos, los personajes, los sueños... pero todo compilado en la idea del heterónimo, que no es un seudónimo en el que se oculta la personalidad que se descubre en las letras; sino un completo desdoblamiento, un ser alterno que varía la totalidad de la creación. Si se leen las exquisitas Odas que Reis dedicó a sus musas, poco o nada se relacionarán con los arrebatos de ira contra la existencia de Campos o la melancólica contemplación de Caeiro, o incluso, el realismo suave del propio Pessoa.
Entonces, un heterónimo vive por sí mismo; su creador se ha ocupado de su biografía particular y de su historia, de su carácter, de sus versos; pero en algún momento, en la mente del lector de poesía, se encontrarán las esencias de cada uno para regresar a su origen, para volver a ser, como en la mente de Fernando Pessoa, la materialización poética: la perspectiva de convertir a los sueños en esperanzas para los despiertos.
El poeta se aísla para convivir con su interior, para encontrarse con que la miseria y la soledad externas son el contraste en el que resalta el interior. Fernando en el soliloquio de su propio tiempo, Pessoa en los inexistentes reflejos de sus imposibles sueños: un océano de miradas saliendo de un par de pupilas, tan sólo para contemplar el viento “leve, breve, suave...”
Si se llega algún día a la literatura de Pessoa en busca de poesía, el lector podrá estar seguro de encontrar más que eso, más que rimas de sensibilidad infinita, se hallará frente a la prosa más agria quizá, o al verso de inquietante disonancia; pero nunca sentirá la ausencia del sueño, de los sueños que hacen posible el debate de toda existencia.
Alguna vez alguien me dijo que a Fernando Pessoa había que leerlo una tarde de lluvia, frente a un río –ese que puede ser menos bello que El Tajo por su amplitud, su color y su corriente, pero infinitamente más bello que él por ser el que pasa frente a nuestros ojos-, y ahora yo digo que para poder ver el río y la lluvia, es necesario haber leído a este poeta, para encontrar en la humedad de sus letras el significado de nuestras propias existencia, de nuestras esencias.
contando cuentos,
nada”
Ricardo Reis
Para leer poesía es necesario leer a Fernando Pessoa, adentrarse en las esencias que dio al mundo desde el vértice entre la soledad y la miseria, desde el misticismo escéptico más exacerbado de la historia de la literatura portuguesa, desde la múltiple nomenclatura de una misma esencia: el poeta.
Pessoa se esconde, da un giro entre la soberbia de Álvaro de Campos, colérico de sí frente a la Tabaquería y la dulzura clasicista que Ricardo Reis hace oda para una Lidia desconocida; para luego alzar la voz melancólica, la saudade del pastor Alberto Caeiro y caer sobre sí mismo y renacer en Fernando y darse al mundo en su lectura.
Qué podemos decir entonces de éste que se hizo muchos, que creó vidas distintas, preferencias, estilos; éste que, como llegó a decir José Saramago –Nobel 1998-, “fue un hombre que nunca supo realmente quién era, pero que gracias a él, nosotros nos encontramos un poco más cada día”. Se puede decir mucho: que la esquizofrenia no lo dejó vivir, que el miedo a perderse en la locura lo llevó a refugiarse en una personalidad múltiple asumida, en estos heterónimos que acompañaron mejor que nadie sus soledades.
También podemos decir que llegó a ser un defensor expreso del fascismo de su época, con ensayos políticos de pocas repercusiones y firmantes diversos; que vivió solo gran parte de su vida, y que en una noche, sobre la cómoda de su recámara, de pie, escribió treinta y dos versos de un solo golpe, para darle vida a Caeiro, en la que fuera la noche más feliz de su vida, cuando nació en él su maestro, como lo dijo en carta a uno de sus pocos amigos cuando le relató la forma en que “alguien se lo iba dictando todo al oído”.
En Pessoa todo es diverso; los estilos, los personajes, los sueños... pero todo compilado en la idea del heterónimo, que no es un seudónimo en el que se oculta la personalidad que se descubre en las letras; sino un completo desdoblamiento, un ser alterno que varía la totalidad de la creación. Si se leen las exquisitas Odas que Reis dedicó a sus musas, poco o nada se relacionarán con los arrebatos de ira contra la existencia de Campos o la melancólica contemplación de Caeiro, o incluso, el realismo suave del propio Pessoa.
Entonces, un heterónimo vive por sí mismo; su creador se ha ocupado de su biografía particular y de su historia, de su carácter, de sus versos; pero en algún momento, en la mente del lector de poesía, se encontrarán las esencias de cada uno para regresar a su origen, para volver a ser, como en la mente de Fernando Pessoa, la materialización poética: la perspectiva de convertir a los sueños en esperanzas para los despiertos.
El poeta se aísla para convivir con su interior, para encontrarse con que la miseria y la soledad externas son el contraste en el que resalta el interior. Fernando en el soliloquio de su propio tiempo, Pessoa en los inexistentes reflejos de sus imposibles sueños: un océano de miradas saliendo de un par de pupilas, tan sólo para contemplar el viento “leve, breve, suave...”
Si se llega algún día a la literatura de Pessoa en busca de poesía, el lector podrá estar seguro de encontrar más que eso, más que rimas de sensibilidad infinita, se hallará frente a la prosa más agria quizá, o al verso de inquietante disonancia; pero nunca sentirá la ausencia del sueño, de los sueños que hacen posible el debate de toda existencia.
Alguna vez alguien me dijo que a Fernando Pessoa había que leerlo una tarde de lluvia, frente a un río –ese que puede ser menos bello que El Tajo por su amplitud, su color y su corriente, pero infinitamente más bello que él por ser el que pasa frente a nuestros ojos-, y ahora yo digo que para poder ver el río y la lluvia, es necesario haber leído a este poeta, para encontrar en la humedad de sus letras el significado de nuestras propias existencia, de nuestras esencias.
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