Diciembre 2006
Y las palabras empezaron a fluir con el frío del invierno... una mañana las sentimos en nuestros dedos entumidos, cosquilleando en el avance lento de nuestra sangre congestionada por las delgadas venas de nuestras manos.
Luego, no encontramos el sitio que preserve a estas palabras del calor humano, de los ambientes atemperados de nuestras habitaciones... hace falta una congeladora enorme, una carta que no se abra nunca al contacto cálido de unas manos, una ida al polo norte sin retorno, sin auroras boreales ni espíritus prehistóricos mostrando sus fauces desde la translucidéz antidiluviana de sus refugios.
Preservada del tiempo, la monstruosidad de nuestras palabras de invierno insiste en quedarse callada, acumulada en la salubridad del olvido voluntario, del miedo pretérito a que nuestros propios ojos las lean. Sitiadas en la gelidez de su sentido no avanzan más, la ventisca las vuelve lentas, torpes...
Ciegas, palpan nuestra piel con sus dedos de hielo, estremecen nuestra columna con su aliento de respirar triste, sobre nuestra nuca van dejando sus últimos suspiros. El invierno, a veces, este invierno, tiene la melancolía de las ideas detenidas, de algunos recuentos tristes, del infortunio que la primavera escondió entre sus brillos.
Sin embargo, también estas palabras traen el tiempo del sueño, nuestros ojos, anegados de hielo fresco, se cierran sobre sí mismos, se piensan internos y con el agua de sal de sus sentimientos, se van volviendo fruto de invierno, dulce dentro de su cáscara.
De néctares y conservas, los inviernos de mi infancia estuvieron llenos. Los membrillos hirviendo entre el piloncillo, con esa forma de perfumar la memoria; el pie de manzana fracturado en sus vapores por una rejilla barnizada, por la que sin recelo asomaba su mermelada; mi madre con las manos llenas de masa, cortando bizquets con las ventanas de la cocina empañadas.
Quiero decir que siempre me ha gustado el invierno, un poco más el otoño, no habré de negarlo; pero el invierno siempre nos invita a estar dentro de nuestras casas, dentro de nuestra mirada y es entonces cuando las palabras nos tienden lazos al rededor de las manos, sujetas así a la página blanca.
Habría que saber cuánto se ha pensado en los inviernos de la historia, cuántos han descrito los mejores veranos con una manta sobre la espalda, cuánta añoranza de flores y frutos maduros en las ramas... cuánto de los ojos se puede ir en estos días a desentumir sus pasos por el laberinto de la memoria.
Mis palabras de invierno son una elegía del tiempo consumido en la necedad de los ciclos que hacen nuestra historia... un recuento, una suma, un carpetazo, una renovada tortura en reflexiones sin respuesta... un silencio acumulado en el diálogo amante de nuestro cuerpo... un suspiro lanzado al viento del siguiente ciclo... la nimiedad de mis manos en la construcción del pensamiento.
Y las palabras empezaron a fluir con el frío del invierno... una mañana las sentimos en nuestros dedos entumidos, cosquilleando en el avance lento de nuestra sangre congestionada por las delgadas venas de nuestras manos.
Luego, no encontramos el sitio que preserve a estas palabras del calor humano, de los ambientes atemperados de nuestras habitaciones... hace falta una congeladora enorme, una carta que no se abra nunca al contacto cálido de unas manos, una ida al polo norte sin retorno, sin auroras boreales ni espíritus prehistóricos mostrando sus fauces desde la translucidéz antidiluviana de sus refugios.
Preservada del tiempo, la monstruosidad de nuestras palabras de invierno insiste en quedarse callada, acumulada en la salubridad del olvido voluntario, del miedo pretérito a que nuestros propios ojos las lean. Sitiadas en la gelidez de su sentido no avanzan más, la ventisca las vuelve lentas, torpes...
Ciegas, palpan nuestra piel con sus dedos de hielo, estremecen nuestra columna con su aliento de respirar triste, sobre nuestra nuca van dejando sus últimos suspiros. El invierno, a veces, este invierno, tiene la melancolía de las ideas detenidas, de algunos recuentos tristes, del infortunio que la primavera escondió entre sus brillos.
Sin embargo, también estas palabras traen el tiempo del sueño, nuestros ojos, anegados de hielo fresco, se cierran sobre sí mismos, se piensan internos y con el agua de sal de sus sentimientos, se van volviendo fruto de invierno, dulce dentro de su cáscara.
De néctares y conservas, los inviernos de mi infancia estuvieron llenos. Los membrillos hirviendo entre el piloncillo, con esa forma de perfumar la memoria; el pie de manzana fracturado en sus vapores por una rejilla barnizada, por la que sin recelo asomaba su mermelada; mi madre con las manos llenas de masa, cortando bizquets con las ventanas de la cocina empañadas.
Quiero decir que siempre me ha gustado el invierno, un poco más el otoño, no habré de negarlo; pero el invierno siempre nos invita a estar dentro de nuestras casas, dentro de nuestra mirada y es entonces cuando las palabras nos tienden lazos al rededor de las manos, sujetas así a la página blanca.
Habría que saber cuánto se ha pensado en los inviernos de la historia, cuántos han descrito los mejores veranos con una manta sobre la espalda, cuánta añoranza de flores y frutos maduros en las ramas... cuánto de los ojos se puede ir en estos días a desentumir sus pasos por el laberinto de la memoria.
Mis palabras de invierno son una elegía del tiempo consumido en la necedad de los ciclos que hacen nuestra historia... un recuento, una suma, un carpetazo, una renovada tortura en reflexiones sin respuesta... un silencio acumulado en el diálogo amante de nuestro cuerpo... un suspiro lanzado al viento del siguiente ciclo... la nimiedad de mis manos en la construcción del pensamiento.
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