Agosto 2006
Me he mudado toda mi vida. De un pueblo al otro, de esta a la casa vecina, al otro lado del parque o a miles de kilómetros, siempre en huída. Las cajas llenas de libros; la ropa empacada en bolsas, costales y maletas; los trastes de la cocina tiritando en tinas de metal o cestas de mimbre.
Mi padre construyó muebles desarmables, las camas se volvían un montón de tablas, las mesas perdían sus patas frente al desarmador y la presión adecuada, incluso los bancos del comedor se volvían pequeñas ruedas desvalidas sin el soporte de sus cuatro patas, durante las mudanzas.
No puedo recordar todos los cambios de casa, tratando de contar incluso las que me llegan por anécdota, pues mi memoria infantil no alcanza, he sumado quizá cincuenta mudanzas.
Recuerdo ir por una carretera, en la madrugada, acomodada entre los muebles y los paquetes en una camioneta retacada, de donde, de pronto, con el estrépito de una carcajada, se rompieron los lazos de una caja y se fueron yendo los libros a la oscuridad de la noche de mudanza.
Mi madre era una experta en eso de los cambios de casa, ella empacaba todo, y luego se subía a la camioneta para ir poniendo las cosas de tal manera que todo entrara. Lo último que guardaba era siempre las cosas de la cocina, al ver la tina de aluminio llena de trastes siempre tenía la sensación de que era la hora de dejar la casa.
Yo casi nunca conocía la casa que nos esperaba, siempre era un experimento, era llegar con la esperanza de un lugar más grande, o más bonito, o con jardines y ventanas. Pero muchas veces la esperanza se quedó con las ganas.
Como cuando llegamos a una casa más pequeña que la camioneta que nos llevaba, y a la mitad de la descarga, comenzaron a decir los de adentro: “ya no cabe nada”, y nos quedamos entonces, con media casa en la banqueta, y la otra mitad adentro de la casita amontonada.
Mi padre siempre ha tenido un talento natural para exagerar: una maceta grande es un jardín, un pequeño prado es una porción selvática, y un par de cuartos hacen una casa. Cuando encontraba el lugar de nuestra siguiente morada, llegaba con ojos brillantes a contarnos las mil maravillas que nos esperaban después de la mudanza.
Nunca olvidaré cuando nos mudamos mi padre y yo solos, a unas cuadras de distancia, fuimos arrastrando toda la casa, en varias noches, como ladrones de madrugada, íbamos y veníamos con bultos y cajas. ¡Cómo sentimos, entonces, el peso de toda nuestra historia y los recuerdos con que se carga!
Me he mudado toda mi vida. De un pueblo al otro, de esta a la casa vecina, al otro lado del parque o a miles de kilómetros, siempre en huída. Las cajas llenas de libros; la ropa empacada en bolsas, costales y maletas; los trastes de la cocina tiritando en tinas de metal o cestas de mimbre.
Mi padre construyó muebles desarmables, las camas se volvían un montón de tablas, las mesas perdían sus patas frente al desarmador y la presión adecuada, incluso los bancos del comedor se volvían pequeñas ruedas desvalidas sin el soporte de sus cuatro patas, durante las mudanzas.
No puedo recordar todos los cambios de casa, tratando de contar incluso las que me llegan por anécdota, pues mi memoria infantil no alcanza, he sumado quizá cincuenta mudanzas.
Recuerdo ir por una carretera, en la madrugada, acomodada entre los muebles y los paquetes en una camioneta retacada, de donde, de pronto, con el estrépito de una carcajada, se rompieron los lazos de una caja y se fueron yendo los libros a la oscuridad de la noche de mudanza.
Mi madre era una experta en eso de los cambios de casa, ella empacaba todo, y luego se subía a la camioneta para ir poniendo las cosas de tal manera que todo entrara. Lo último que guardaba era siempre las cosas de la cocina, al ver la tina de aluminio llena de trastes siempre tenía la sensación de que era la hora de dejar la casa.
Yo casi nunca conocía la casa que nos esperaba, siempre era un experimento, era llegar con la esperanza de un lugar más grande, o más bonito, o con jardines y ventanas. Pero muchas veces la esperanza se quedó con las ganas.
Como cuando llegamos a una casa más pequeña que la camioneta que nos llevaba, y a la mitad de la descarga, comenzaron a decir los de adentro: “ya no cabe nada”, y nos quedamos entonces, con media casa en la banqueta, y la otra mitad adentro de la casita amontonada.
Mi padre siempre ha tenido un talento natural para exagerar: una maceta grande es un jardín, un pequeño prado es una porción selvática, y un par de cuartos hacen una casa. Cuando encontraba el lugar de nuestra siguiente morada, llegaba con ojos brillantes a contarnos las mil maravillas que nos esperaban después de la mudanza.
Nunca olvidaré cuando nos mudamos mi padre y yo solos, a unas cuadras de distancia, fuimos arrastrando toda la casa, en varias noches, como ladrones de madrugada, íbamos y veníamos con bultos y cajas. ¡Cómo sentimos, entonces, el peso de toda nuestra historia y los recuerdos con que se carga!
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