Descarto, por perecederas, todas las ideas con las que no se pueda jugar, no soporto su quietud, sus caras largas, aburridas de su estática, tristes de ser tan siempre las mismas; prefiero a esas que vienen envueltas en paquetes que hacen ruiditos, cajas poliédricas que nos engañan con sus aristas y nos sacan sorpresas a cada vuelta de esquina, esas que aun cuando ya es tiempo de ir a la cama, se quedan murmurando en algún rincón de la recámara para acompañar la inquietud de nuestros sueños de infancia.
Creo en el juego con una fe de gallinita ciega, dando tumbos con las manos y las sonrisas extendidas al frente. Alguna vez le he dicho a alguien que cuestionaba mi método del juego a ultranza que la diferencia entre el juego y "la vida" como se suele ver, es la diversión, no la falta de seriedad, ni de compromisos: los juegos son muy serios, tienen reglas, se respetan códigos y tienen su propia ética, en los juegos se pone las manos para ser quemadas si así se requiere, se empeña el corazón a riesgo de ser dejado caer en los descuidos de las correrías o a perderse en el misterio de los juegos de las escondidas. El juego no es la competencia, no es el ganador que se apena en el patio con las bolsas llenas de todas las canicas de sus compañeros, es la risa puesta en todos los labios, la mirada en un solo punto, el esfuerzo de crear un mundo en el que reina la, también a veces cruel, dictadura de la diversión.
He jugado al juego de las cartas más allá del perder o ganar, he abierto mis juegos sin que nadie pagara por develar, he logrado breves frases de florecer imperial, póker de ases un par de tardes de añorar; pero las más, he sido de los jugadores que sobreviven a penas a su propio blofear, ganan y pierden con equilibrio de malabar y se mantienen a flote a fuerza de palabras que equilibran sus aguas entre azúcar y sal.
A la mesa, con mis fichas gastadas de tanto ir y volver, espero que se me reparta de nuevo una mano de cartas, les miro sus espaldas pasadas por el ansia, les quisiera transparentar las intenciones con la mirada, la mesa da vueltas en su dinámica de moverse por la derecha; me llega al fin de algunas manos mi tiempo de “cantar”, he tratado ya de cambiarme la suerte, pero lo irremediable siempre ha de pasar, y a pesar del buen aliento del comodín, termino por dejar la cosa siempre de a par.
Pero le guiño al de enfrente, alargo mis mangas para cobijar el descuido de algunos ases perdidos: de corazones y espadas para los inviernos de gélidas batallas, de diamantes y tréboles para los veranos del gozo y la calma. Sí, hago trampa, en mis cartas, en mis juegos, le doy la vuelta a la mesa, reinterpreto todas las reglas, le pongo nombres a lo que no existe, le llamo milagro y le rezo en los altares del buen azar.
También habrá de saber usted, que ahora ha entrado en esta sala de juegos, que se ha puesto en la mesa de enfrente y reta al concurrente barajando sus cartas con maestría de mago, de gitano adivinador de la suerte; habrá de saber que de cartas son los castillos de mi vida, que reino entre palabras envejecidas, cansadas de irse siempre a la cama pegadas al bolsillo de la camisa, dobladas y desdobladas tantas veces, tocadas con el ansia de las manos que de memoria conocen sus trazos, pero que las siguen deseando con delirios de adolescente.
Me dice usted un poco de lo que cree usted que un juego requiere. Le digo yo que en el juego de las cartas, de la cartografía de la vida, se conquistan territorios y se pierden Estados con la misma facilidad con la que dicen fueron avanzando los imperiosos afanes napoleónicos, y así igual, con palabras podemos llenarnos las líneas de las manos, conquistarnos el ansia de los ojos, inundarnos la sequedad de la piel con frescos ríos de los nuevos territorios encontrados, hasta que en la punta de nuestra nariz se comience a sentir el frío del ruso invierno, su blancura que de tanta luz nos ofenda los ojos, tendremos que pegarnos al cuerpo el papel de todas esas cartas para ver si hay algo de calor aun en esas palabras.
Nos forraremos por dentro, tapizados de recuerdos y promesas que no tienen lugar en este mundo de tangibles hechos, se nos congelará nuestro Ejército y ahí entonces, sobre la mesa de fieltrado verde, dejaremos caer la última mano, sin ases, ni reyes, escondidos por el abandono de sus reinas; una mano de póker que no tenga ni pies ni cabeza y tendremos que declarar que se nos ha acabado la suerte, y apretando el corazón que desde lo más oscuro nos llama a tratar un poco más, a aguantar la siguiente, con el poco de altivez que nos quede, abandonaremos la mesa.
Sí, como lo ve, su juego ya ha empezado, trae usted la mano, y con malicia le digo que sobre este juego estarán todas las miradas de los extraños, mirarán mis cartas y las suyas dependiendo las latitudes desde donde rodeen nuestra mesa, será, como todos mis juegos público con honores de transparencia, abierto hasta la desvergüenza. Jugaremos en la calle como cuando no éramos niños de ciudades, a la tarde de puertas abiertas y sillas en las banquetas, a la mirada atenta de las vecinas saboreándose de rumores la lengua.
A gritos nos diremos las reglas, nos reprocharemos las trampas y enteraremos a todos con nuestras corretizas y los pelotazos en las ventanas, haremos un escándalo en los mundos mínimos de nuestras casas, quizá en algunos dejemos las marcas de nuestras sucias palmas, quizá derrumbemos a gritos algunas de esas paredes de cartas, o juguemos al constructor y levantemos épicas murallas con nuestras más sólidas palabras.
Quedo de usted, a expensas del buen juego,
Sei
Creo en el juego con una fe de gallinita ciega, dando tumbos con las manos y las sonrisas extendidas al frente. Alguna vez le he dicho a alguien que cuestionaba mi método del juego a ultranza que la diferencia entre el juego y "la vida" como se suele ver, es la diversión, no la falta de seriedad, ni de compromisos: los juegos son muy serios, tienen reglas, se respetan códigos y tienen su propia ética, en los juegos se pone las manos para ser quemadas si así se requiere, se empeña el corazón a riesgo de ser dejado caer en los descuidos de las correrías o a perderse en el misterio de los juegos de las escondidas. El juego no es la competencia, no es el ganador que se apena en el patio con las bolsas llenas de todas las canicas de sus compañeros, es la risa puesta en todos los labios, la mirada en un solo punto, el esfuerzo de crear un mundo en el que reina la, también a veces cruel, dictadura de la diversión.
He jugado al juego de las cartas más allá del perder o ganar, he abierto mis juegos sin que nadie pagara por develar, he logrado breves frases de florecer imperial, póker de ases un par de tardes de añorar; pero las más, he sido de los jugadores que sobreviven a penas a su propio blofear, ganan y pierden con equilibrio de malabar y se mantienen a flote a fuerza de palabras que equilibran sus aguas entre azúcar y sal.
A la mesa, con mis fichas gastadas de tanto ir y volver, espero que se me reparta de nuevo una mano de cartas, les miro sus espaldas pasadas por el ansia, les quisiera transparentar las intenciones con la mirada, la mesa da vueltas en su dinámica de moverse por la derecha; me llega al fin de algunas manos mi tiempo de “cantar”, he tratado ya de cambiarme la suerte, pero lo irremediable siempre ha de pasar, y a pesar del buen aliento del comodín, termino por dejar la cosa siempre de a par.
Pero le guiño al de enfrente, alargo mis mangas para cobijar el descuido de algunos ases perdidos: de corazones y espadas para los inviernos de gélidas batallas, de diamantes y tréboles para los veranos del gozo y la calma. Sí, hago trampa, en mis cartas, en mis juegos, le doy la vuelta a la mesa, reinterpreto todas las reglas, le pongo nombres a lo que no existe, le llamo milagro y le rezo en los altares del buen azar.
También habrá de saber usted, que ahora ha entrado en esta sala de juegos, que se ha puesto en la mesa de enfrente y reta al concurrente barajando sus cartas con maestría de mago, de gitano adivinador de la suerte; habrá de saber que de cartas son los castillos de mi vida, que reino entre palabras envejecidas, cansadas de irse siempre a la cama pegadas al bolsillo de la camisa, dobladas y desdobladas tantas veces, tocadas con el ansia de las manos que de memoria conocen sus trazos, pero que las siguen deseando con delirios de adolescente.
Me dice usted un poco de lo que cree usted que un juego requiere. Le digo yo que en el juego de las cartas, de la cartografía de la vida, se conquistan territorios y se pierden Estados con la misma facilidad con la que dicen fueron avanzando los imperiosos afanes napoleónicos, y así igual, con palabras podemos llenarnos las líneas de las manos, conquistarnos el ansia de los ojos, inundarnos la sequedad de la piel con frescos ríos de los nuevos territorios encontrados, hasta que en la punta de nuestra nariz se comience a sentir el frío del ruso invierno, su blancura que de tanta luz nos ofenda los ojos, tendremos que pegarnos al cuerpo el papel de todas esas cartas para ver si hay algo de calor aun en esas palabras.
Nos forraremos por dentro, tapizados de recuerdos y promesas que no tienen lugar en este mundo de tangibles hechos, se nos congelará nuestro Ejército y ahí entonces, sobre la mesa de fieltrado verde, dejaremos caer la última mano, sin ases, ni reyes, escondidos por el abandono de sus reinas; una mano de póker que no tenga ni pies ni cabeza y tendremos que declarar que se nos ha acabado la suerte, y apretando el corazón que desde lo más oscuro nos llama a tratar un poco más, a aguantar la siguiente, con el poco de altivez que nos quede, abandonaremos la mesa.
Sí, como lo ve, su juego ya ha empezado, trae usted la mano, y con malicia le digo que sobre este juego estarán todas las miradas de los extraños, mirarán mis cartas y las suyas dependiendo las latitudes desde donde rodeen nuestra mesa, será, como todos mis juegos público con honores de transparencia, abierto hasta la desvergüenza. Jugaremos en la calle como cuando no éramos niños de ciudades, a la tarde de puertas abiertas y sillas en las banquetas, a la mirada atenta de las vecinas saboreándose de rumores la lengua.
A gritos nos diremos las reglas, nos reprocharemos las trampas y enteraremos a todos con nuestras corretizas y los pelotazos en las ventanas, haremos un escándalo en los mundos mínimos de nuestras casas, quizá en algunos dejemos las marcas de nuestras sucias palmas, quizá derrumbemos a gritos algunas de esas paredes de cartas, o juguemos al constructor y levantemos épicas murallas con nuestras más sólidas palabras.
Quedo de usted, a expensas del buen juego,
Sei
en efecto las ideas estoicas e inconmovibles son aburridas por que son reveladoras, quizá habrá que juzgas aquellas que juegan con la verdad la muestran como es, no como aparecen diría Justi y aun así nos negamos a reconocerlas, la vida es un juego y el error es parte del mismo, no importa si se tiene la mano ganadora, o se cuenta con la teatralidad y el histrionismo que confunde, la vida como las obras del cisne de Straford Upon Avon es una concatenación de yerros y de inagotables manera de corregirlas, la más de las veces comentiendo más errores, esa es la sal de la vida...
ResponderEliminarF.
ResponderEliminar...for fake. (por que al final... todo es un engaño).
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