De nuevo está esa mirada, de hilos transparentes que quieren detenerme en el umbral de la recámara, que buscan de nuevo mis labios, mis senos oprimidos por el deseo de sus manos, mi piel aún húmeda de sus abrazos. Me doy la vuelta y sé que me sigue mirando, con esos ojos suplicantes que no logran hacerse palabra nunca, que en el amor parecen estar tan seguros, tan ciertos de este pacto nuestro, pero a penas suenan las horas se descompone su aliento, se sienten húerfanos en sus órbitas secas. Un día le dije que deberíamos llorar en cada despedida, como si con ello pudieramos limpiar la culpa de nuestras mutuas huídas; llorar como si fuera el fin del mundo, como si él se fuera al Congo a morir de malaria, o como si yo me fuera a un claustro de silencio, a la guerra final, total, absoluta, cómo si me fuera a cambiar de nombre para entregarme a la mafia y matar por un sueldo y entonces tratara de olvidarlo en cada cuarto de hotel en que fuera a guardar mis recuerdos. Pero no hay más que es...