En Sudáfrica se vive el constante contraste, el antagonismo en la piel de sus habitantes es un aviso de lo abismal que pueden resultar sus tonalidades. En sus ciudades, y aun en algunas zonas rurales por las que hemos podido pasear la mirada a vuelo de carretera, conviven dos visiones del mundo totalmente distintas, la originaria que se superpone al paisaje árido con sus ritmos y el brillo de sus colores; y la colonialista, venida de tan al norte que es naturalmente ajena, sobria, silenciosa, trabajadora, la gente blanca en Sudáfrica está arraigada por generaciones a esta tierra y sin embargo no pertenece a ella.
Desde cualquier esquina de Johannesburgo, las casas, antiguas o modernas, de desarrollos habitacionales o zonas exclusivas, no van más allá de los tonos ocres, de los sobrios muros blancos y los tejados europeos inclinados; y frente a ese paisaje la población negra mayoritaria se viste de alegres tonalidades, así como su bandera, hombres y mujeres llevan vestidos brillantes, se distinguen del paisaje urbano, parecen sobrepuestos en esta mezcla extraña, que no llega claramente a ser mestizaje.
Los núcleos poblacionales aquí cuentan la historia aun muy fresca del régimen colonialista, de la dominación de unos cuantos venidos de fuera. Pero la naturaleza resistente de esta gente, acostumbrada a lo adverso, se impone: aun en medio de la triste derrota de los Bafana Bafana en la justa mundialista, frente al seleccionado uruguayo, se podían seguir escuchando algunas trompetas.
La fiesta del Mundial aquí ha sido una exposición de contrastes, el uniforme amarillo y los rostros oscuros; el escándalo de bailes, gritos, ensordecedoras vuvuzelas y las ciudades sumidas en el invierno antártico. Sudáfrica se buscó sus mejores vestidos para ponerse delante de la mirada global, esforzada por demostrar su capacidad de organización, sus recursos materiales y humanos para ofrecer una de las celebraciones más importantes del mundo, y en el camino además, no ha tenido reparo en mostrarnos el contraste de su historia.
Desde cualquier esquina de Johannesburgo, las casas, antiguas o modernas, de desarrollos habitacionales o zonas exclusivas, no van más allá de los tonos ocres, de los sobrios muros blancos y los tejados europeos inclinados; y frente a ese paisaje la población negra mayoritaria se viste de alegres tonalidades, así como su bandera, hombres y mujeres llevan vestidos brillantes, se distinguen del paisaje urbano, parecen sobrepuestos en esta mezcla extraña, que no llega claramente a ser mestizaje.
Los núcleos poblacionales aquí cuentan la historia aun muy fresca del régimen colonialista, de la dominación de unos cuantos venidos de fuera. Pero la naturaleza resistente de esta gente, acostumbrada a lo adverso, se impone: aun en medio de la triste derrota de los Bafana Bafana en la justa mundialista, frente al seleccionado uruguayo, se podían seguir escuchando algunas trompetas.
La fiesta del Mundial aquí ha sido una exposición de contrastes, el uniforme amarillo y los rostros oscuros; el escándalo de bailes, gritos, ensordecedoras vuvuzelas y las ciudades sumidas en el invierno antártico. Sudáfrica se buscó sus mejores vestidos para ponerse delante de la mirada global, esforzada por demostrar su capacidad de organización, sus recursos materiales y humanos para ofrecer una de las celebraciones más importantes del mundo, y en el camino además, no ha tenido reparo en mostrarnos el contraste de su historia.
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