Sudáfrica es tocada, lado a lado por dos océanos distintos, Durban, costa del Índico, destaca por el gran arco que lo corona, mira al mar agitado por los vientos invernales que no impiden el juego de los visitantes en las playas, los más tomando el sol y los menos aventurándose en el agua que no alcanza los 15 grados.
La primera vista a la costa nos llena los ojos de colores diversos, de nuevo el contraste como signo inequívoco de esta tierra, entre las olas se mueven los cuerpos de su gente originaria, hechos de un molde distinto, torneados sobre madera oscura, cuerpos de ébano orgullosos de su físico, se muestran, desfilan ante las miradas atónitas de los que pasean, a su lado, en el extremo de las posibilidades de la apariencia, de los atuendos y los hábitos de vida, están los musulmanes ortodoxos.
Las mujeres sólo muestran sus hermosos ojos, mínima anticipación de lo que bajo sus aparatosos trajes de baño se ocultan, alejadas de las aguas, quietas en su posición secundaria, niños y hombres musulmanes juegan entre las olas, pero de ellas sólo unas pocas tocan el agua, aunque sólo tras las largas capas de tela que las guardan; también están los hindúes, llegados en enorme oleada migratoria a mediados del 1800, siguiendo a la floreciente industria minera sudafricana, transitan en la cerrazón de su propia raza.
Los blancos son minoría en este paisaje, herederos del colonialismo, su magra desnunez nos muestra qué tan opuestos son del mundo negro. Y sobrepuestos en el paisaje están los turistas, festejadores del juego de pelota, que van y vienen por las playas ajenos a la dinámica local que los enmarca.
Sudáfrica no es, como nosotros lo conocemos, un país mestizo, no, es un centro de diásporas, en donde distintas sociedades han venido a imponer sus formas de vida.
La primera vista a la costa nos llena los ojos de colores diversos, de nuevo el contraste como signo inequívoco de esta tierra, entre las olas se mueven los cuerpos de su gente originaria, hechos de un molde distinto, torneados sobre madera oscura, cuerpos de ébano orgullosos de su físico, se muestran, desfilan ante las miradas atónitas de los que pasean, a su lado, en el extremo de las posibilidades de la apariencia, de los atuendos y los hábitos de vida, están los musulmanes ortodoxos.
Las mujeres sólo muestran sus hermosos ojos, mínima anticipación de lo que bajo sus aparatosos trajes de baño se ocultan, alejadas de las aguas, quietas en su posición secundaria, niños y hombres musulmanes juegan entre las olas, pero de ellas sólo unas pocas tocan el agua, aunque sólo tras las largas capas de tela que las guardan; también están los hindúes, llegados en enorme oleada migratoria a mediados del 1800, siguiendo a la floreciente industria minera sudafricana, transitan en la cerrazón de su propia raza.
Los blancos son minoría en este paisaje, herederos del colonialismo, su magra desnunez nos muestra qué tan opuestos son del mundo negro. Y sobrepuestos en el paisaje están los turistas, festejadores del juego de pelota, que van y vienen por las playas ajenos a la dinámica local que los enmarca.
Sudáfrica no es, como nosotros lo conocemos, un país mestizo, no, es un centro de diásporas, en donde distintas sociedades han venido a imponer sus formas de vida.
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