Hoy Sudáfrica se despide de los ojos del mundo, cierra la fiesta del Mundial un campeón nuevo, la furia roja ha hecho vibrar de olés y vuvuzelas los muros del Soccer City, entre el público desbordado de fiesta hemos visto los rostros del pueblo y de la realeza junto al gran ícono vivo que es Nelson Mandela. Sentir, vibrar, inspirar, el tiempo de África ha sido un derroche de realidad, profunda, contrastante, apasionada, hecha para cantarse.
Sudáfrica recibió la encomienda del Mundial con euforia, en el camino quedan los recuentos, las cifras finales, los costos inescritos y las capitalizaciones más allá de la cancha, pero lo cierto es que concluye la fiesta pero se ha dejado ya una puerta abierta, la mirada del mundo no puede hacerse a un lado después de haber tocado tan cerca la cálida realidad de una Nación levantada sobre la diferencia y fortalecida ahora en la lucha por la igualdad.
Si algo hay en esta tierra es la capacidad de inspirar, sí, inspirar al mundo en la permanente sonrisa de sus niños de piel oscura, en el profundo arraigo que sostiene a los múltiples grupos que hacen una sola sociedad, en la cultura de la diversidad de los hombres y mujeres venidos de otros continentes por el sueño laboral, en la demostración cotidiana de que la diferencia no es contraria a la igualdad, sino que se hermanan ambas en el reconocimiento de la otra realidad.
Vivir un Mundial en Sudáfrica ha sido un sueño de exotismo, pleno de sorpresas, incomprensible en la multiplicidad de lenguas, pero reconocible siempre en la euforia del hermoso juego del futbol. Quienes hemos tenido el privilegio de estar en esta fiesta nos llevamos las manos llenas de historias nuevas, nos llevamos el brillo en los ojos de la música negra, de la amabilidad blanca, del esfuerzo indio y la belleza árabe. Nos llevamos el misterio indescifrable del mestizaje temprano que se vive en este lejano sur del continente, nos quedamos con las preguntas abiertas de las históricas tragedias.
Pero sobre todo, esta cronista se lleva el placer de haberles compartido el espacio de estas letras, y les dejo a cambio mi agradecimiento por su amable lectura.
Sudáfrica recibió la encomienda del Mundial con euforia, en el camino quedan los recuentos, las cifras finales, los costos inescritos y las capitalizaciones más allá de la cancha, pero lo cierto es que concluye la fiesta pero se ha dejado ya una puerta abierta, la mirada del mundo no puede hacerse a un lado después de haber tocado tan cerca la cálida realidad de una Nación levantada sobre la diferencia y fortalecida ahora en la lucha por la igualdad.
Si algo hay en esta tierra es la capacidad de inspirar, sí, inspirar al mundo en la permanente sonrisa de sus niños de piel oscura, en el profundo arraigo que sostiene a los múltiples grupos que hacen una sola sociedad, en la cultura de la diversidad de los hombres y mujeres venidos de otros continentes por el sueño laboral, en la demostración cotidiana de que la diferencia no es contraria a la igualdad, sino que se hermanan ambas en el reconocimiento de la otra realidad.
Vivir un Mundial en Sudáfrica ha sido un sueño de exotismo, pleno de sorpresas, incomprensible en la multiplicidad de lenguas, pero reconocible siempre en la euforia del hermoso juego del futbol. Quienes hemos tenido el privilegio de estar en esta fiesta nos llevamos las manos llenas de historias nuevas, nos llevamos el brillo en los ojos de la música negra, de la amabilidad blanca, del esfuerzo indio y la belleza árabe. Nos llevamos el misterio indescifrable del mestizaje temprano que se vive en este lejano sur del continente, nos quedamos con las preguntas abiertas de las históricas tragedias.
Pero sobre todo, esta cronista se lleva el placer de haberles compartido el espacio de estas letras, y les dejo a cambio mi agradecimiento por su amable lectura.
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