En medio de la fiesta, del trasnochar de los bares en el festejo perpetuo de la fiesta futbolera, se levanta la efigie de Nelson Mandela, la historia viva de la Sudáfrica moderna lleva ese nombre como causa, como bandera, de él nacen las grandes inspiraciones del espíritu de liberación de esta tierra, y también de las raíces de ese hombre grande se aferran los recuerdos más amargos del colonialismo y la opresión.
Se hizo obligado para el turismo mundialista los recorridos más allá del Johannesburgo del distrito de lujo de Sandton y las inmediaciones de los estadios, el nombre de Soweto sale de los libros de la historia reciente para instalarse en los tours turísticos: vaya usted a la antigua casa de Mandela, pero no olvide también pasar por su lujosa residencia moderna; visite el museo del Apartheid, que lleva el nombre de Héctor Pieterson el primer niño asesinado en las revueltas de los años 70, y claro, pásese por las colonias populares y los cinturones de miseria para ver a los niños del África “real”.
De las miradas fijas en las fotografías del museo del Apartheid nos llegan los ecos de la fuerza de la gente de África, nos cuentan su historia con sus manos empuñadas, con el grito de protesta que se ha quedado congelado en la instantánea de esos tiempos; pero esas son las mismas miradas, la misma energía que sentimos vibrar en cada esquina, una mezcla de alegre sincronía con un destino que poco tiene de afortunado, pero sí mucho de auténtico.
La gente nos sonríe de manera abierta, sin recelos, son grandes anfitriones de una tierra que durante tanto tiempo les fue negada como propia. Acá se ha asumido el festejo mundialistas con la obligatoriedad de la celebración y, por nuestro lado, tomamos algunos fragmentos de la vida sudafricana para entender algo de su historia, parco intercambio para lo que la sociedad mundial le debe a este continente. El turismo de safari, de fiesta mundialista, casino y consumo de placer generalizado ha tenido en Sudáfrica una extraña simbiosis con el obligado turismo humanitario, de mirada avergonzada y pretendido compromiso social.
Se hizo obligado para el turismo mundialista los recorridos más allá del Johannesburgo del distrito de lujo de Sandton y las inmediaciones de los estadios, el nombre de Soweto sale de los libros de la historia reciente para instalarse en los tours turísticos: vaya usted a la antigua casa de Mandela, pero no olvide también pasar por su lujosa residencia moderna; visite el museo del Apartheid, que lleva el nombre de Héctor Pieterson el primer niño asesinado en las revueltas de los años 70, y claro, pásese por las colonias populares y los cinturones de miseria para ver a los niños del África “real”.
De las miradas fijas en las fotografías del museo del Apartheid nos llegan los ecos de la fuerza de la gente de África, nos cuentan su historia con sus manos empuñadas, con el grito de protesta que se ha quedado congelado en la instantánea de esos tiempos; pero esas son las mismas miradas, la misma energía que sentimos vibrar en cada esquina, una mezcla de alegre sincronía con un destino que poco tiene de afortunado, pero sí mucho de auténtico.
La gente nos sonríe de manera abierta, sin recelos, son grandes anfitriones de una tierra que durante tanto tiempo les fue negada como propia. Acá se ha asumido el festejo mundialistas con la obligatoriedad de la celebración y, por nuestro lado, tomamos algunos fragmentos de la vida sudafricana para entender algo de su historia, parco intercambio para lo que la sociedad mundial le debe a este continente. El turismo de safari, de fiesta mundialista, casino y consumo de placer generalizado ha tenido en Sudáfrica una extraña simbiosis con el obligado turismo humanitario, de mirada avergonzada y pretendido compromiso social.
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