Era verde, brillante, vibrante, el estadio Peter Mokaba de Polokwane fue una fiesta mexicana de mariachis, guerreros aztecas y luchadores, el tricolor de la afición nacional inundó el paisaje africano, oleada tras oleada, en una marea que subió con el atardecer y se sobrepuso al frío de la noche, se hizo grande a cada pase, al dominio del balón por la escuadra nacional le siguieron los gritos de júbilo, los festejos irrefrenables. El primer tiempo nos calentó los ánimos, minuto a minuto de los primeros cuarenta y cinco nos fuimos creciendo, hasta tocar casi con la punta de la lengua esa gloria que nos estábamos ya mereciendo. El estadio rugía, ni baile, ni coro, ni sonoridad de vuvuzela, lo que vivía en esa noche helada era el grito de la urgencia. Nos fuimos sedientos al medio tiempo, la calma de la espera nos recordó el frío de los -5º que estábamos viviendo. Y luego el gol, trueno de victoria, las banderas se fueron al cielo, en un abrazo nos hicimos hermanos, pero no nos detuvimos,...