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Asiento verde de mar (o la silla del escriba)

Está pintando su silla el escriba. Su sitio en el mundo, la esquina donde se abandona para volverse palabras. Estaba desteñida, destinada a un infausto ocre, hecha en tono artificial de caramelo desabrido. El escriba se ponía triste de mirar ese triángulo de color indefinible entre sus piernas al estar buscando por el piso las palabras que del cielo no le llegaban. Hoy, en el letargo de las páginas que no avanzan, tomó coraje, se enfundó las manos en mínimas protecciones y, pincel en mano, con las rodillas al piso en gesto de oración y plegaria, se fue sobre la silla con el coraje con el que hubiera querido ir sobre las páginas durante toda la infructuosa mañana.

La gatita, desde su rincón de dormir cerca de la ventana, mira al escriba sobre la silla, en el silencio de las palabras; con su mirada escéptica de gata de siete vidas, de ojos amarillos de miel, a veces reverdecidos de malvada astucia. Al escriba le parece que se ríe la gatita, con esa risa de los gatos que no suena a nada, que les hace temblar un poco los bigotes y luego les asoma la lengua, con descarada burla. Se despereza de su sueño de tarde y se va a los pies del escriba a olisquearle de pintura las intenciones, le lanza un maullido de reproche, claro, ella también lo sabe, como la etiqueta del frasco, que es tinte para madera y no para sillas de viniles y poliuretanos de las fábricas modernas.

Pero es pintura; tinte sí, como sea, dicen las indicaciones, de alcohol que seguramente alguna espirituosa inspiración tendrá que imponer y, sobre todo y bajo cualquier protesta, es verde. Verde oliva como de hojas crecidas, como de ramas de verano que aguantan el peso de la madurez de las frutas; verde como las palabras del escritor que aun no maduran. Pintaré la silla de verde, dijo al no encontrar los colores para pintar los textos que le esperaban en las páginas puramente blancas. Empezó con pincel, cuidadoso, con los temores frenándole las manos, pero el tinte se expande por los surcos que imitan la suavidad de la piel en el plástico, parece un poco piel de gamo, o de elefante pequeño, recién bañado; el pincel entonces es muy pobre para la velocidad del verde abriéndose paso.

Experto en talachas, con el indomable espíritu del “hacerlo uno mismo”, sabedor de los secretos de drenajes y tuberías, de repisas y muebles hechos a la medida, aunque nadie se lo creería; saca sus tesoros del cajón de las herramientas donde serruchos, taladros, martillos y formones, tornillos, pijas, solventes y al menos cuatro diferentes tipos de pinturas, se van acumulando de las tardes en que no escribe más y entonces se pone a inventar historias nuevas sobre los muros de su casa: un librero acá y un estante allá, mesas plegables y sillas mecedoras con añoranzas tropicales. Mientras clava, pinta, lija, cuelga y barniza, siempre piensa que, de no escribir, sería ayudante de carpintero o fontanero, chalán de media cuchara, porque está mal ambicionar en terrenos donde otros son tiburones y nosotros tan sólo entusiastas delfines.

Encuentra la brocha; prefiere la estopa, sobre trapo de algodón hace la bola perfecta que será su “muñeca” de experto entintador de maderas, haciendo trampa sobre superficies que no tienen veta. Con la “muñeca” empapada en verde hace círculos de tormenta sobre el desteñido desierto de la silla, va corriendo su mano, ya no teme el equívoco, la pintura se expande, suben las olas de ese oceánico verde, le recuerda al mar de alguna costa, de algún viaje como casi todos, en soledad; el olor a alcohol también le trae recuerdos de algunas otras historias de sal, pero la memoria se hace pequeña, se pierde en el sentido de creación de esas oleadas de algas multiplicadas en círculos concéntricos que van haciendo capa sobre capa, que oscurecen los primeros tonos. Se pierde la memoria y nace ese simple vacío del disfrute instantáneo.

El verde brilla, es impredecible cuál será su color final, ahora es fresco, vivo, ondulante bajo la mano que se niega a parar, se fascina de la sensación de olas que se hacen al pasar y repasar la danza de la “muñeca” empapada en tinte. Se marean los ojos del escriba de tanto andar en ese mar, se siente a la orilla de un velero, en una mañana de mar brutal, siente nauseas del olor de ese mar artificial. Y en ese naufragio de color, sumido en el remolino que sus manos de falso pintor de sillas acaban de crear, comienza a pensar en palabras, añora las lagunas calmas de las letras ordenadas, tiene ganas de regresar, hacer tierra y no zarpar nunca más.

El escriba mira la silla a la luz de la tarde nublada, le parece más de lo que pudiera esperar; mientras se comienzan a secar las primeras capas, van tomando tonos azules de algas, verdes de líquenes, textura de cardúmenes que avanzan de tanta inmovilidad. El alcohol no huele más, sólo queda la sensación de mareo y la misma alegría infantil con que miramos los fondos de las botellas de vino al departir con los amigos, igual así, este parece que ha sido un buen diálogo con la silla, imperfecto, sin pretensiones, un poco con desenfado, casi con descuido, pero de una belleza insaciable, que nos aviva las ganas de nadar.

Hoy el escriba no tendrá silla, desde el sillón que es para leer y no para escribir, la mira al frente, siente su sonrisa de coqueta mujer que encuentra el vestido perfecto y se lo prueba por primera vez. Con la computadora en las piernas, con la misma furia con que puso una capa sobre otra de pintura, suelta con gusto estas líneas. Mientras las escribe se mira entre las piernas y se imagina ya sentado sobre ese océano esmeralda de su silla, piensa a profundidades, con la respiración contenida, abre los ojos dentro de toda esa agua y frente a sus ojos pasan los más hermosos peces de la palabra con sus acompasados movimientos de aletas y branqueas.

Comentarios

  1. nice texto un poco national geographic, lo digo por las líenas del escriba tipo biografía-documental y la descripción de la gata astuta que se burla de la presa que está por engullirse...

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