Es terrible que este otoño me huela a muerte, a descomposición incierta por los tejidos del alma. A los octubres de otros tiempos debo algunas de mis historias más dulces, de perfumados olores de fruta conservada; hoy tengo miedo de este octubre que comienza, que aun se niega a ser otoño del todo, que calienta de soles de primavera y se inunda de lluvias olvidadas por las manos del verano, tengo miedo de la forma en que los días de octubre van avanzando sobre mis propias manos, en la cuenta de lo inesperado, de ese amor inevitable, furtivo, animal de caza, acechando. Cualquier amor, no importa, a los octubres de mi vida han llegado incluso algunos de los más desafortunados, algunos en la ausencia de mares de distancia, otros en las vueltas continuas de lo que por haber comenzado nunca, tampoco nunca se acaba.
Me enamoro en octubre, lo digo con pensar, me apenan las carcajadas que despierta en los escuchas una confesión tan descabellada. Pero lo digo con voz pesada, hinchada de piedras y lodo con los que quisiera tapiarme las ventanas del alma, para no dejar que entren nunca más esos amores de temporada. Algo pasa, alguna nostalgia, alguna falta, alguna agonía triste que sólo por estos días se levanta, orgullosa señora de todos los rincones de mi casa, haciendo limpieza por todas partes, poniéndole su propio orden a los cajones, desmantelándome todas las separaciones que mantenían la pulcritud de mis sensaciones claras. En su orden, llegan las confusiones, nada se halla, todo es un ir y venir de manos apresuradas buscando dónde es que se han quedado las llaves de todas esas cajas que ahora están abiertas para quien quiera tocarlas, todas hechas un desastres, tan vulnerables, tan mansas.
Desde este día primero de mes no he salido de mi casa, me cuido de los vecinos, de las miradas que atraviesan ventanas. No contesto llamadas, mucho menos recibo cartas. Hago voto de silencio, de sed y de hambre, me prometo llegar a noviembre sin perder un solo sístole a nombre de nadie, ni de nada. No miraré los cielos, ni las lunas, ni siquiera me permitiré inventarle significados a los silencios. Pasaré por estos días como cruzan los fantasmas que no tienen muchas ganas de irse ni de quedarse, que por pura inercia se están dando las vueltas eternas a los corredores de las viejas casas, fantasmas que no hacen sombras, ni mueven cortinas, ni enfrían el cuello de las pequeñas niñas; sólo se sienten un poco por cómo se han acostumbrado a arrastrar los pies por toda la casa, con pereza, en calma, echando el polvo diario hacia las orillas, haciendo oficio de barrenderos, ayudando sin querer a las mujeres en sus aseos.
Hay que aprender a respirar despacio para hacerla de fantasma, en intervalos iguales, cada vez más largos, como ejercicios de meditación sin el escándalo de los mantras, sólo en la repetición constante del silencio, mientras más segundos haya entre que el aire entre y sale, más transparente se nos va poniendo la piel, de a poco vamos a ver cómo se nos vuelven las mejillas un par de platos de vidrio recién lavados, limpiados escrupulosamente del cochambre diario del ser-por-existir, vamos llegando a la suave superficie del no-ser-más-nada. Luego las manos comienzas a tintinear como copas que vibran en la alacena cuando los trenes pasan cerca de la casa, primero la piel se hace cristalina, podemos ver cómo nos surcan los ríos de los vasos de la vida, azules y rojos, como mapas de vialidades precisas, luego, todo se hace un hielo perfecto, se petrifica en su ártica vida.
Un día, por la mañana, no encontraremos cómo mirarnos al espejo, ahí, donde antes estaban los despojos del sueño, ahora sólo hay un confortable vacío, una sonriente cara de fantasma. Probamos entonces nuestra primera sábana, aun tibia de las caricias de la reciente noche, la ponemos desde nuestra cabeza, procuramos que nos cubra los pies hasta la puntas, pero sin que vaya a rastras. Entendemos el miedo de no ser nada del que se ocultan todos los fantasmas bajo esas sábanas, pero a penas la ponemos sobre la cabeza, podemos presentir nuestra forma humana debajo de ella, qué sentido tiene entonces tanto quedarse en silencio, tanto hacerse nada, para terminar volviendo a ser una mala copia, una silueta barata de lo que ya se ha sido cuando se tenía un cuerpo con vida.
Quizá sea porque este vacío de fantasma lo hemos elegido con todas las ganas, nadie nos ha obligado a este encierro de muerte dentro de nuestras propias cavidades, ha sido ésta la opción que hemos tomado a conciencia e incluso con placer, sin ninguna culpa; entonces gozaremos de ella a plenitud y holganza. Ahí dejamos los trajes de la vida diaria, también el traje de sábana de los fantasmas, y en la desnudez absoluta de nuestra transparencia de vidrio o agua sólida no helada, por primera vez se nos olvida el miedo de octubre, no somos vulnerables a nada; las miradas de amor y deseo atravesarán por nuestro cuerpo sin fijarse en nada, sin hacer agonía con sus afiladas lanzas. A salvo, abro de nuevo las cortinas, dejo que el sol se pase por mi cuerpo sin quemarlo, que el viento haga juego de ruiditos por los cristales de mis costillas recién transparentadas, me río a carcajadas de los vecinos que llaman a la puerta a toda hora para entender los trajines que se trae todo el día esta casa vacía.
Pero esta mañana ha ocurrido una desgracia, por las cañerías del edificio corría el ruido de mi ducha diaria, en el fluir de la limpieza de mi cuerpo confiado, se estaba tejiendo mi propia trampa. A dos pisos de distancia en mi edificio, la portera escuchaba ese chorrear indigno de una casa abandonada: armó alboroto, llamó al plomero, forzó la puerta de mi entrada, y mientras yo tarareaba algo alegre en mi ritmo silente de fantasma, sentí cómo pasaban las manos callosa del plomero por entre mi costado izquierdo, justo por encima del páncreas, daban vueltas buscando cerrar el agua tibia de la regadera, mientras los músculos de sus antebrazos pasaban por entre la blanda desnudez de mis tejidos de agua. Caí al piso cuando el plomero logró cerrar las llaves, helada, abandonada, mirando a los ojos escrutadores de ese hombre que se secaba los brazos con mi toalla. Desde la mañana, he pasado el día pensando cómo es que arruinaré la tubería para que vuelvan esas manos a detener el fluir de esas inevitables ganas de octubre, que ni con no existir se acaban.
Me enamoro en octubre, lo digo con pensar, me apenan las carcajadas que despierta en los escuchas una confesión tan descabellada. Pero lo digo con voz pesada, hinchada de piedras y lodo con los que quisiera tapiarme las ventanas del alma, para no dejar que entren nunca más esos amores de temporada. Algo pasa, alguna nostalgia, alguna falta, alguna agonía triste que sólo por estos días se levanta, orgullosa señora de todos los rincones de mi casa, haciendo limpieza por todas partes, poniéndole su propio orden a los cajones, desmantelándome todas las separaciones que mantenían la pulcritud de mis sensaciones claras. En su orden, llegan las confusiones, nada se halla, todo es un ir y venir de manos apresuradas buscando dónde es que se han quedado las llaves de todas esas cajas que ahora están abiertas para quien quiera tocarlas, todas hechas un desastres, tan vulnerables, tan mansas.
Desde este día primero de mes no he salido de mi casa, me cuido de los vecinos, de las miradas que atraviesan ventanas. No contesto llamadas, mucho menos recibo cartas. Hago voto de silencio, de sed y de hambre, me prometo llegar a noviembre sin perder un solo sístole a nombre de nadie, ni de nada. No miraré los cielos, ni las lunas, ni siquiera me permitiré inventarle significados a los silencios. Pasaré por estos días como cruzan los fantasmas que no tienen muchas ganas de irse ni de quedarse, que por pura inercia se están dando las vueltas eternas a los corredores de las viejas casas, fantasmas que no hacen sombras, ni mueven cortinas, ni enfrían el cuello de las pequeñas niñas; sólo se sienten un poco por cómo se han acostumbrado a arrastrar los pies por toda la casa, con pereza, en calma, echando el polvo diario hacia las orillas, haciendo oficio de barrenderos, ayudando sin querer a las mujeres en sus aseos.
Hay que aprender a respirar despacio para hacerla de fantasma, en intervalos iguales, cada vez más largos, como ejercicios de meditación sin el escándalo de los mantras, sólo en la repetición constante del silencio, mientras más segundos haya entre que el aire entre y sale, más transparente se nos va poniendo la piel, de a poco vamos a ver cómo se nos vuelven las mejillas un par de platos de vidrio recién lavados, limpiados escrupulosamente del cochambre diario del ser-por-existir, vamos llegando a la suave superficie del no-ser-más-nada. Luego las manos comienzas a tintinear como copas que vibran en la alacena cuando los trenes pasan cerca de la casa, primero la piel se hace cristalina, podemos ver cómo nos surcan los ríos de los vasos de la vida, azules y rojos, como mapas de vialidades precisas, luego, todo se hace un hielo perfecto, se petrifica en su ártica vida.
Un día, por la mañana, no encontraremos cómo mirarnos al espejo, ahí, donde antes estaban los despojos del sueño, ahora sólo hay un confortable vacío, una sonriente cara de fantasma. Probamos entonces nuestra primera sábana, aun tibia de las caricias de la reciente noche, la ponemos desde nuestra cabeza, procuramos que nos cubra los pies hasta la puntas, pero sin que vaya a rastras. Entendemos el miedo de no ser nada del que se ocultan todos los fantasmas bajo esas sábanas, pero a penas la ponemos sobre la cabeza, podemos presentir nuestra forma humana debajo de ella, qué sentido tiene entonces tanto quedarse en silencio, tanto hacerse nada, para terminar volviendo a ser una mala copia, una silueta barata de lo que ya se ha sido cuando se tenía un cuerpo con vida.
Quizá sea porque este vacío de fantasma lo hemos elegido con todas las ganas, nadie nos ha obligado a este encierro de muerte dentro de nuestras propias cavidades, ha sido ésta la opción que hemos tomado a conciencia e incluso con placer, sin ninguna culpa; entonces gozaremos de ella a plenitud y holganza. Ahí dejamos los trajes de la vida diaria, también el traje de sábana de los fantasmas, y en la desnudez absoluta de nuestra transparencia de vidrio o agua sólida no helada, por primera vez se nos olvida el miedo de octubre, no somos vulnerables a nada; las miradas de amor y deseo atravesarán por nuestro cuerpo sin fijarse en nada, sin hacer agonía con sus afiladas lanzas. A salvo, abro de nuevo las cortinas, dejo que el sol se pase por mi cuerpo sin quemarlo, que el viento haga juego de ruiditos por los cristales de mis costillas recién transparentadas, me río a carcajadas de los vecinos que llaman a la puerta a toda hora para entender los trajines que se trae todo el día esta casa vacía.
Pero esta mañana ha ocurrido una desgracia, por las cañerías del edificio corría el ruido de mi ducha diaria, en el fluir de la limpieza de mi cuerpo confiado, se estaba tejiendo mi propia trampa. A dos pisos de distancia en mi edificio, la portera escuchaba ese chorrear indigno de una casa abandonada: armó alboroto, llamó al plomero, forzó la puerta de mi entrada, y mientras yo tarareaba algo alegre en mi ritmo silente de fantasma, sentí cómo pasaban las manos callosa del plomero por entre mi costado izquierdo, justo por encima del páncreas, daban vueltas buscando cerrar el agua tibia de la regadera, mientras los músculos de sus antebrazos pasaban por entre la blanda desnudez de mis tejidos de agua. Caí al piso cuando el plomero logró cerrar las llaves, helada, abandonada, mirando a los ojos escrutadores de ese hombre que se secaba los brazos con mi toalla. Desde la mañana, he pasado el día pensando cómo es que arruinaré la tubería para que vuelvan esas manos a detener el fluir de esas inevitables ganas de octubre, que ni con no existir se acaban.
noto cansancio, introspección del extravío o en el extravío, depresión de lo funebre de su comienzo al retrato de la autoevaluación y dureza del juicio que nos revisamos...
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