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El sueño de Teófilo Anselmo

I

La mitad de mi vida la he vivido en sueños. Dejó caer estas palabras pesadamente sobre la mesa, sabía que a todo esto vendría una confesión, que de algo valdría caminar por las calles empedradas de este pequeño pueblo escuchando sólo su aliento, casi visible por el frío que rodea estos cerros en las mañanas de noviembre. Subimos en completo silencio, no era difícil adivinar que en su mente se venía preparando una confesión, no había ni siquiera un gran aire de misterio, en realidad todo sucedía con cierta naturalidad, como en esos pasajes de la vida para los que hemos estado preparados siempre, sin saberlo del todo.

Estaba delante de mi con la frente aún húmeda del esfuerzo de las subidas, de los resbalones de las suelas gastadas de sus zapatos de cordones por entre las piedras –a veces es una maldición caminar por un empedrado después del rocío, sentimos muy bien el titubeo de las rodillas cuando el pie no encuentra un asidero firme, es una forma de ver lo pequeños que somos en este río de piedras redondas- lo había escuchado murmurar esto varias veces, como una letanía, cada paseo, cada mañana, con esa voz suya que podía confundirse bien fácil con los sonidos de la calle mojada.

Este hombre es inmaterial, me he dicho muchas veces, pero ahora me lo parecía aun más, teñido con ese alo de misterio, desdibujado su rostro por lo previsible de cada uno de sus movimientos, como si me lo fuera diciendo, por anticipado, con cada gesto. No había mucha sorpresa en esto, habíamos tenido tiempo de pensarlo ambos desde que lo encontré afuera de mi casa esta mañana, bien sabe que lo primero que hago es irme al orinal en el patio, aun con el sueño atándome los tobillos, aterido por el frío que cala los huesos en esta temporada, a penas me despierto tengo que ir a deshacerme de toda el agua que seguro me he tomado en sueños. Y esta vez estaba ahí, fumando entre el frío, esperándome para ir donde Lupe por el primer café que saca del fuego.

No me dijo nada, pero ya sé que algo lo comió por dentro toda la noche cuando llega así a mi casa, me regresé sin ruido al cuarto después de aliviar al cuerpo, ni moví a mi mujer que a esa hora no es más que un bulto de zarapes, ni se ve que respire, me puedo quedar horas mirando su costado mientras amanece y no se puede ver un sólo movimiento; me puse la chamarra negra, para el rocío y me metí las botas sin calcetines, porque no los alcancé a tantear en la oscuridad y no quería despertarla. Ahora bien que me hacen falta, mientras subimos por el empedrado voy pensando en mis calcetines, de lana vieja, zurcidos de los talones, qué bien le harían a mis dedos en medio de este frío.

Andando por la calle de la iglesia podía sentir su esfuerzo en mi propio cuerpo, lo miré de reojo y pude percibir el sudor en su frente, las quijadas firmes, apretadas, como si quisieran contener todo eso que tenía que decirme, sabiendo que aun no era tiempo, que primero se tiene que subir la cuesta para poder detenerse luego y soltar los secretos. De alguna manera soy un hombre paciente, me gusta dejar que las cosas sucedan a su tiempo, creo que nunca he llevado mucha prisa, más bien he vivido lento, contando despacio amaneceres y atardeceres, sin esperar que se me confundan en la mente, por eso, mientras vamos acá, subiendo, con el rocío fastidiando nuestros pasos, no pienso en lo que me vaya a decir, ni me quiero imaginar qué es lo que le carcome la mente, y así, bien puedo pensar en dónde es que me he dejado los calcetines.

II

Pero por más que uno sea paciente, no puede sacarle ventaja a la vida, no puede detenerse y esperar que el mundo entero se siente a nuestro lado y también espere; no, todo se sigue moviendo, a veces con una velocidad extraña, como si quisiera ir rápido, pero las piedras redondas en sus pasos lo detuvieran, como una caminata en la luna, a saltos, con esfuerzo, sin que el peso de nuestro cuerpo nos sirva para sentir que avanzamos. Esta vez era así, íbamos lamentablemente despacio, un par de veces hubiera querido pararlo y decirle que lo soltara de una vez, que ya estaba bueno de irlo cargando, pero las cosas no iban así entre nosotros.

-Todo a su tiempo, tú me enseñaste eso- Me decía a cada rato, cuando le apretaba el paso para que moviera sus fichas en el dominó. Y es que sí, siempre le dí su tiempo, cuando se fue del pueblo y aun éramos unos chamacos, lo dejé que me lo dijera despacio, como tanteando el terreno, yo me iba a la Normal para ser maestro y él se iba a dónde sea, como un barco sin puerto; luego, cuando regresó después de veinte años, igual de mustio, lo dejé que se sentara en la barda del corral, la Tina le sacó una cerveza, y no empezó a hablar hasta que vio el fondo de la botella. Todo tenía un tiempo, sobre todo las palabras, tenían que gotear al ritmo correcto, para mi estaba bien, ya dije que siempre he sido muy paciente.

Ahora ya estamos más viejos, el tiempo importa menos porque ya sabemos que no podemos retenerlo, que se va de las manos, que es agua corriente sin asidero, ya no tenemos mucha urgencia, aunque nos apremie el cuerpo. Cuando llegamos a la puerta de donde Lupe nos sacudimos el sereno, tratamos de dejar el barro del camino sobre las baldosas de la entrada para no hacerle un porquerizo ahí dentro, bien pronto sentimos el calor del fuego, ese Lupe siempre ha sido bien tempranero y ya es la hora que fue al molino y dejó el fogón ardiendo con el café en el comal y los frijoles directo en el fuego.

III

Adentro no hay nadie, la Pinta se asoma desde el patio para menearnos el rabo como bienvenida, es chula la perra esa, llegó preñada, dicen que seguro la corrieron de otro pueblo, estaba flaca, con el cuerpo cocido de sarna y las tetas bien hinchadas por las crías; al poco le nacieron tres perritos, pero todos muertos, Lupe siempre dijo que se la habían embrujado para que se le murieran sus perritos, pero ella aguantó, aunque aun se le ve la pena en los ojos, y les aúlla a cada rato, bien que sienten también los animales, ser madre es lo mismo para todas las criaturas. Nos ve y ya ni nos huele, nos conoce los pasos.

Nos acomodamos en la mesa larga, uno de cada lado para alcanzar a sentir bien el calor de las brasas; estamos en silencio, acodados sobre la mesa de roble crudo, con las marcas negras de los culos calientes de las ollas. No íbamos a decir nada hasta que volviera Lupe y nos llenara los jarros de café hirviendo. Así que me quedé con los ojos clavados en la mesa, pasando de vez en cuando por sus manos ya bien trabajadas, de hombre grande que carga en sus palmas tantos años con sus madrugadas. Trae las mangas de la camisa arremangadas, se ve que es la misma camisa que trajo ayer para trabajar en la parcela, aun se le asoman los manchones amarillos del barro, con los puños arrugados porque no se la descalza ni para irse a la cama.

Ya le he dicho que si tuviera mujer no podría darse esas mañas. La mía me fastidia hasta que no me pongo el calzón de algodón y la franela para meterme con ella debajo de las mantas, dice que si no namás traigo la mugre del camino a la escuela y los rezongos de los chiquillos hasta la cama y sí, cuando uno se desviste para meterse a la cama deja todo fuera, se olvida un poco de lo pesados que son los días y se disfruta de las noches. Es lo que me ha dicho él cuando le digo esto, que si tuviera mujer podría disfrutar a cambio de otras mejores mañas, y sí, es cierto, a veces yo sólo espero la noche para escurrirme debajo de los zarapes hasta donde está su espalda, y entonces le pongo las rodillas heladas en sus tibias corvas, y me aprieto al paraíso de sus nalgas.

La mitad de mi vida la he vivido en sueños. ¿Cómo imaginarme que me diría esto?, desde que lo encontré con los ojos hundidos en el suelo del patio, como si quisiera sacar con ellos las piedras enlodadas y rebuscar en sus hoyos, y sacar de ellos algún misterio. Sabía que me diría algo, sabía que se lo veía pensando, que igual ni había dormido de tanto que le hacía bullir la cabeza ese estarle dando vueltas al pensamiento, pero no tenía idea de lo que significaba esto.

Ahora era ese mismo, con los ojos profundos rascando sobre la mesa de Lupe, vidriosos, ajenos al ajetreo del pueblo que ya se venía despertando; las señoras al molino, los chamacos arrastrándose a la escuela, a penas despabilados pero ya armando bulla por toda la cuesta, y los perros haciendo fila para esperar al Tino, el carnicero, que les llena de tripas la calle namás para ver cómo se pelean. Siempre que nos ve así, Lupe ni nos dice nada, sólo se asoma desde el fogón, bien atento a ver si escucha lo que decimos, pero luego, luego se disimula, no le gusta que le diga que anda de entrometido, pero bien que le place el chisme. Había estado esperando toda la mañana y todo para que me saliera con eso, cómo es que uno puede llegar a tener eso en la mente, a que algo así se le meta en la cabeza y luego no pueda sino sacarlo con su gente a ver si le ayudan a resolver el acertijo, a darle algo de coherencia.

Casi siempre que me veía con algo, sucedía que yo también lo había estado pensando, que también se me venía a la cabeza así nada más, como si, exactamente, me lo hubiera soñado. Entonces fácil le decía de qué iba la cosa, le soltaba algo que le sacara esa mirada del suelo y ya podíamos seguir con el café y hablar de cualquier cosa, luego Lupe nos ponía un par de huevos sobre los frijoles y nos arrimaba las tortillas que iban saliendo. Así habían pasado casi todas las mañanas de los últimos veinte años, así nos iba bien la vida, siendo siempre los mismos, luego yo a caminar a la escuela y él a lo suyo, el campo.

Pero esta vez estaba distinto, como cambiado, me dijo eso y se me quedó mirando, primero a los ojos, luego a los labios, como queriendo adivinar lo que iba a decirle, pero sólo me quedé callado, ahora yo estaba pensando, creo que estaba rebuscando en la memoria, a ver si en algún momento de la noche me había pasado eso por la cabeza, o es que no me había dormido bien por el frío y se me habían quedado sin pasar bien los sueños y por eso ahora no los recordaba. Pero por más que volvía atrás, a la noche, no hallaba nada. Entonces me quedé en silencio, no tenía nada qué decirle, él bien sabía la clase de hombre que era, no tenía que inventarle nada, si sabía interpretar mis palabras, bien podría con mis silencios.

IV

La mitad de mi vida la he vivido en sueños. Le dije con pausa, esperando encontrar en sus ojos ese reflejo con el que me decía que estaba entendiendo las cosas, pero sólo le encontré una mirada opaca, vacía, como si le hubieran cuchareado los ojos de sus cuencas. Se lo dije porque ya era tiempo de que Eusebio se despertara, de que dejara de soñarme todo el tiempo, ya era hora de que me dejara en paz después de tantos años. Pero no dijo nada, en medio del silencio se nos colaba el griterío de los niños que iban a la escuela, los mismos a los que él ponía de pie con dos ladrillos en las manos durante todo el recreo para que se aplacaran y no le dieran guerra todo el día. El maestro Eusebio estaba ahí, acodado en la mesa con su café casi frío, con los ojos puestos en el vacío.

Tu te has de acordar de ese sueño que me contaste, le dije tanteando cada palabra, hace ya muchos años, cuando tu te ibas a la Normal y yo a buscar suerte fuera del pueblo, te acuerdas que estábamos sentados en la orilla del pilancón, tomando el fresco después de haber estado juntando renacuajos; sentados en la barda de piedra me dijiste que me habías soñado muy raro, que estábamos peleados y que luego tu me tirabas al lodo y me apedreabas la cabeza, me estabas contando cuando enfrente de nosotros pasaba un entierro de poquitas gentes, eso porque estábamos ahí donde empezaba el camino a la cuesta del panteón y tu te mirabas a esas gentes tan tristes y nunca preguntaste quién era el difunto, sólo te les quedaste mirando, con los mismos ojos que me pones ahora, oscuros de tan sin fondo.

Esa vez me estabas contando y los dos nos reímos con ganas de cómo me decías que se me había abierto la cabeza como un guaje reseco, con un golpe duro, como cuando uno deja caer una piedra a un barranco, que espera que suene y a la vez se le hace raro escucharla, y luego me dijiste que los ojos se me habían puesto blancos, como huevos de tortuga, suaves y temblorosos. En tu sueño te echabas a correr y luego ya estabas en tu cama, sudado por el esfuerzo de tanto correr en sueños. Ahora sí me estaba mirando, poniendo atención a cada palabra y luego, muy despacio, como cuando se dice algo para uno mismo me dijo que sí, que seguro se acordaba, que eran de esos sueños que se le habían quedado pegados a la memoria, como las chatillas a las vacas, se sonrió seguro pensando en cómo se nos llenaba la entrepierna de esos bichos chupasangre cuando íbamos de chiquillos a la ordeña.

Ahora sí sabía que me estaba escuchando, me podía ver en sus ojos con mi cara avejentada por los malos recuerdos. Me contaste eso Eusebio, y al otro día me fui del pueblo. Asintió como con la flojera que nos dan las historias que ya nos sabemos y se volvió a poner los ojos en el café, rodeando el jarrito con sus dedos duros, curtidos por los años de arrastrar el gis enfrente de todos esos niños que a penas saben algo de leer y se vuelven al campo a jalar el arado, o a tener más niños desde temprano para que todo siga su curso, para que no se detenga el trajín de todos los días y el soñar de todas las noches.

V

¿A qué le viene ahora esto?, qué se le habrá metido en la cabeza que me hace recordar esas cosas de hace tanto tiempo. Claro que me acuerdo de ese sueño que le conté antes de que se fuera, sobre todo porque después de eso dejé de soñar para siempre, se me quedó tan grabado que sólo algunas noches me despierto antes de tiempo, con las manos sudadas por el esfuerzo de quitarme de encima el sueño y creo que lo he soñado de nuevo, como si me estuviera siguiendo desde esa vez que era canícula y subimos al cerro a buscar lagartijas güeras, de esas que nomás antes de San Juan se encuentran y que son mejor que las iguanas para el chilpachole de rancho. Estábamos ahí y me dijo que ya se iba a ir, que este pinche lugar sólo lo iba a secar, a comerle las fuerzas como a todos los que se quedan.

Me acuerdo bien que me le quedé mirando como para ver si lo decía en serio, como que yo siempre me había sabido que un día se iría igual que su papá que lo dejó chamaco, y que su abuelo que dicen que llegó a General pero que nomás nunca volvió al pueblo. Lo mío era diferente, mi papá fue de los que se quedaron, a ordeñar sus vacas, a llenarle la panza a mi mamá con un hijo a cada rato hasta que la mató de parto y luego a beber de días y de noches y a apalearnos de tanta tristeza, hasta que se le cansaba la mano y se quedaba tirado a la entrada de la casa, acurrucado en su vómito, hasta que yo iba a levantarlo y meterlo para la casa.

Y luego de eso es cuando empieza mi sueño, estamos ahí mismo, con unos peñascos en las manos para darle en la cabeza las lagartijas en cuanto salgan, bien quietos y hablando quedito. Aquí me dice que nos vayamos los dos, que no hay qué hacer acá, que juntos seguro la hacemos en otra parte donde no sepan ni quiénes somos ni dónde hemos andado, que seguro nos confunden con hermanos y nos respetan por andar juntos, por cuidarnos. Me acuerdo que mientras me decía eso yo me miraba los zapatos, casi como los que traigo ahora, de cordones, con suelas anchas, sólo me acuerdo de mis zapatos, abiertos de la punta, gastados, uno estaba desatado porque el cordón estaba roto y ya no alcanzaba para juntarlo de los dos lados. Luego le dije que no, que yo me iba a ir a la Normal para ser maestro y que no me podía ir porque todavía estaba la Licha muy chica y alguien tenía que arrimarle la comida mientras mi papá siguiera triste.

Qué bien me acuerdo de cómo lo soñé, soltando la piedra al piso, encabronado como cuando se peleó con el Melitón en la represa porque le dijeron que su mamá se metía con todo el pueblo, me empujó del hombro y me dijo que era un cobarde, que mi papá no estaba ni estaría triste que sólo era un pinche borracho que me pegaba porque yo no decía nada y me aguantaba. Me agarró de la camisa y me jaloneó para que lo oyera y me gritó bien fuerte que yo estaba pendejo, que iba a acabar como ese viejo borracho, cagado y vomitado todo el tiempo, viendo visiones y apedreando a mis propios chamacos.

Yo me seguía viendo los zapatos y él se dio la vuelta para bajarse de la loma donde estábamos, y nada más así, despacito, sin pensármelo, me agaché por mi piedra, la cogí con las dos manos y se la aventé en la espalda, primero como que le rebotó, como si no le hubiera hecho nada, y luego lo vi caerse al piso, y luego me le acerqué y le machaqué la cabeza como si fuera la de una iguana, no hizo ningún ruido, será porque en los sueños las cosas no hacen todos los ruidos que cuando suceden de a de veras, y luego lo voltee con el pie y le vi los ojos blancos, como huevos de tortuga.

VI

Ahí me quedé yo Eusebio, hasta que le fueron a decir a mi mamá que ya le habían matado a su muchacho, que estaba ahí en un cerro con la cabeza reventada. Pero tú no le dijiste, te fuiste a tu casa caminando despacio, mirando al piso como cuando vas pensando, pero ese día no pensabas nada, ni ibas canturreando, sólo estabas en blanco. Llegaste a tu casa y te tiraste en el catre, eran como las 2 de la tarde pero te dormiste hasta el otro día y dices que fue cuando me soñaste, y que luego te levantaste y ya era de mañana y me encontraste afuera de tu casa, como hoy, sentado ahí en la entrada, como los últimos años todas las mañanas, y que nos fuimos al pilancón y que vimos pasar el entierro, ese que no recuerdas de quién era, y que ahí me contaste tu sueño. Cómo nos reímos ese día, te has de acordar, cuando me dijiste cómo se me veía la mueca de muerto, que no era ni susto ni enojo, más bien estaba como muy quieto, como esperando a que te despertaras y me vinieras a contar todo eso.

Es por ese sueño que vengo a decirte esto ahora, porque ya es tiempo, ya nos hemos hecho muy viejos y yo no puedo andar ahí esperando las madrugadas, sin más que hacer más que estar ahí en tu entrada, esperando a que te amanezca y dejes a la Tina en la cama para venirte conmigo a donde Lupe a tomarte este café amargo en silencio. Ya estuvo de todo este tiempo. Y por eso te digo que ya está bien, ya me pagaste con esto, me diste más vida, me hiciste viejo, me pudiste ver la cara surcada por el tiempo. Pero uno no puede vivir sólo en los sueños, sitiado por la cabeza del otro todo. Sólo quiero que te acuerdes bien, que hagas memoria, que me veas la cara y le pienses a lo que te digo, porque no es normal que uno tenga mis años y se sienta que sólo vive de recuerdos.

- Qué raro te has puesto hoy, has de andar enfermo, con toda es palidez, como que se te habrá subido el azúcar o algo -, me dice mientras le digo todo esto, como queriendo cambiar de tema, se revuelve en su banco y mira para afuera, seguro me va a decir que ya es hora, que ya bajó el sereno y hay que irle caminando a la escuela. De todos estos años le conozco bien los gestos, sé que quiere que lo dejen en paz cuando mira para abajo como queriendo ver si los zapatos le sirven para salir corriendo o al menos agacharse a amarrarlos y quitarse de encima esos ojos que lo están fastidiando.

VII

Sí, ya sé que es un hombre raro, no se junta con nadie, no se le conoce mujer y nunca me ha dicho que haya tenido hijos en alguna parte; se levanta muy al amanecer y no se le ve en todo el día, hasta que se aparece a la otra mañana en mi cerca, bien callado. Siempre hemos sido amigos, el único que he tenido, se sabe mi vida y me sé lo que se puede saber de la suya, lo veo y le cuento de lo que va en la escuela, de que si fulano que a penas ayer estaba conmigo aprendiendo a leer ya está del otro lado, o que si la chiquilla del carnicero ya se le fue con un ranchero de detrás de la loma. También le cuento cómo ando con la Tina, cómo se pone llorosa cuando llueve y se acuerda de cuando se le murió el niño, con él me emborraché tres días, los únicos de mi vida, cuando nos dijeron del médico de la Asunción que no íbamos a tener ni un hijo y bien me acuerdo que esa vez, de tan borracho, le dije que estaba bueno, que así debía de ser, porque si Dios me daba hijos, seguro iba a ser un pinche borracho mierdero como mi padre, como él me dijo en mi sueño.

Pero esta vez sí que me suena raro, como que lo veo más inmaterial que de costumbre, casi transparente, como si pudiera ver entre sus costillas la puerta del patio donde está la Pinta olisqueando a ver si encuentra a alguna de sus crías, igualita que mi mujer cuando está revolviendo cajones cómo si se le hubiera perdido algo y luego no se acuerda ni qué está buscando y entonces yo la abrazo y le digo despacito que no sufra, que yo soy su niño, y entonces se me suelta a sollozos chiquitos, como con pena, y no hay más que meterse a la cama y hacerle que se le caliente el alma. Lo veo aquí frente a mí, clavándome los ojos con insistencia y me queda raro entenderlo, cómo está eso de hablar ahora de los sueños, ya me olía yo que andaba con un misterio.

Ya es hora que entró la Chata con su morral para recoger las tortillas recién hechas para su patrón, entra meneándose pues ya se sabe bien que acá estamos y le vamos a repasar los ojos por las caderas gordas, bien que le gusta que la estén mirando, y seguro no le importaría que le metiéramos mano como dicen que le hace el Patrón cuando su señora está en la Asunción visitando a su hija la que es monja. Pero él ni la mira, me sigue rebuscando en la cara con su mirada huérfana, como si yo tuviera la solución a eso que le da vueltas en la cabeza. Pero quién soy yo para meterme en los sueños ajenos. Aprovecho el revuelo de faldas que se trae la Chata para echarme de un trago el café, ya bien frío y amargo por tanta plática y mientras me incorporo con mucha calma, ya dije que la paciencia se me da, y más para estas cosas tan raras y le digo mientras voy echando el banco para atrás: cálmate Teo, al rato en la noche vamos dónde Estevan por unos mezcales, y verás cómo a todos se nos olvida este cuento de los sueños. Me responde con una carcajada limpia, desparpajada, la misma risa de muchacho que cuando le contaba que lo había matado en mi sueño mientras tocaban a muerto las campanas; le escucho la risa y sé bien que no pasa nada, que los sueños están ahí para ser soñados, y qué más da si vivimos de este o de aquel lado.

Comentarios

  1. Siempre hay algo de personal y de codificación secreta y porque no traviesa en los escritos, sutil sarcasmo, evidente acusación o mea culpa, como decía justi, Velázquez no pintaba la realidad como aparecía, sino como realmente era, algo similar ocurre en los escritos uno muchas veces engaña con la verdad, ni más ni menos, el truco es colocarla, el texto tiene momentos muy significativos rodillas titubeantes al no encontrar firme soporte en el comienzo y más adelante se salpica de una proisa ágil y refrescante, pero por momentos recurre a fórmulas ya vistas y que deslucen el recuento de las memorias como el de la Pinta, pero bueno todo es un parecer y lo que a vista de unos es perfectible, para otros es suficiente no se trata ni siquiera de sobreexigir o criticar no es mi área la literatura, sólo el deleite que uno experimenta cuando se pasan los ojos por un escrito.

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