La niebla densa humedece las cosas sobre la ciudad, reposa sobre los techos. La noche más larga del año estira sus brazos sobre un día sin sol. Hoy es invierno ya, aunque no tan frío como dicen que será, aún se puede salir unos minutos al balcón del piso veintiocho sin zapatos, a escuchar la ciudad desde arriba, y luego correr adentro, a la esquina del calentador en el cuarto a recuperar las sensaciones en los dedos helados. El invierno del norte, tan lejos de los trópicos, casi a la orilla del abismo blanco del polo. Así el cielo hoy, empantanado de nubes, un inmenso blanco que lastima los ojos, con un sol atrás que no se asoma, pero ilumina todo.
Los autos van con las luces prendidas a las diez de la mañana, reflejan su prisa sobre la calle mojada, amanece de noche esta ciudad que dicen que no duerme, aunque a mí me parezca siempre medio adormilada, medio onírica, moviéndose de esa forma extraña en que las cosas levitan en los sueños, avanzan sin tocar el suelo. La gente en los cruceros resiste a la lluvia, al viento, aguantan que el semáforo cambie y se van empujando unos a otros en largas filas de gente que habla a gritos por sus manos-libres, como si hablara sola. Y también van ahí los que de verdad hablan solos, los que imprecan a dios, los que bromean con sus diablos, esos que ya van perdiendo un poco la razón. Los desquiciados de una ciudad fuera de sí, al borde de sí misma.
Venimos al norte a vivir el invierno, a dejarnos los ojos enceguecidos en su viento, a resecarnos los labios de palabras congeladas por el rigor del termómetro que va cayendo. Cada mañana espero la nieve, siento el aire de la recámara al despertar y me imagino que afuera ya debe estar todo blanco, me imagino las cordilleras de nieve que se levantarán sobre el barandal del balcón, escarpadas como unos Alpes diminutos para llevar a esquiar a las puntas de los dedos; pero hasta ahora sólo la humedad de la niebla deja su huella discreta, todo empapado como si lloviera, sólo sin el escándalo de las gotas que caen y se estrellan, todo en calma, con paciencia, la nube que llega, toca el edificio con todo su cuerpo y lo llena de sí: blanquecino, húmedo, rascando los cielos.
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