Debía escucharse sólo el silencio, cuando pasaban ellos, con los pies sin tocar el suelo.
Un ritmo quieto, su transcurrir por los sueños.
En esas horas lentas en que los niños juegan a solas y los padres hacen la siesta.
Andaban por sus ciudades como en otras épocas.
Los hombres de las guerras, con sus heridas siempre abiertas, las miradas solas, las manos aún inquietas.
O sólo el recuerdo de esos hombres, ni aunque sombras.
Pasando por el aire, colándose entre los chubascos del verano sin mojarse, pura neblina en noches invernales.
Al otoño se muestran, dónde el viento arremolina hojas.
Cuando pasan por el camino, a la vera se siente el mirar de sus mujeres antiguas.
Los ojos cristalizados, embalsamados de lágrimas.
Pero estos hombres no las perciben, las piensan a la puerta de sus casas, estáticas.
Gira la noria de sus recuerdos de estampa antigua.
Sólo sombras en la hora más clara del día, no se cansan de darle vueltas a las calles donde se les perdió la vida.
Mudos, los labios zurcidos con las palabras no dichas.
Pasan a la hora de la siesta, por una calle que fue la suya, con el cuerpo cansado de no parar todavía nunca.
Se detienen a ver el juego de los niños, se reconfortan.
Un ritmo quieto, su transcurrir por los sueños.
En esas horas lentas en que los niños juegan a solas y los padres hacen la siesta.
Andaban por sus ciudades como en otras épocas.
Los hombres de las guerras, con sus heridas siempre abiertas, las miradas solas, las manos aún inquietas.
O sólo el recuerdo de esos hombres, ni aunque sombras.
Pasando por el aire, colándose entre los chubascos del verano sin mojarse, pura neblina en noches invernales.
Al otoño se muestran, dónde el viento arremolina hojas.
Cuando pasan por el camino, a la vera se siente el mirar de sus mujeres antiguas.
Los ojos cristalizados, embalsamados de lágrimas.
Pero estos hombres no las perciben, las piensan a la puerta de sus casas, estáticas.
Gira la noria de sus recuerdos de estampa antigua.
Sólo sombras en la hora más clara del día, no se cansan de darle vueltas a las calles donde se les perdió la vida.
Mudos, los labios zurcidos con las palabras no dichas.
Pasan a la hora de la siesta, por una calle que fue la suya, con el cuerpo cansado de no parar todavía nunca.
Se detienen a ver el juego de los niños, se reconfortan.
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