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A Pedro




Ahora te deben estar enterrando. Hombre de agua, de aire, de fluir acompasado; te llevan a la tierra, te siembran con tus alas bien plegadas en la espalda, y afuera, a la distancia, tus amigos estaremos esperando a que renazcas, de la tierra a donde te llevan saldrán brotes de hierbas necias, de las que se aferran, echan raíces que se extienden por donde quiera, y van con sus tallos fuertes a seguir al sol, a los horizontes lejanos, a otros prados, hasta donde vayan las ganas de seguir que nunca te faltaron. A la primavera, florecerán los prados sobre tu cuerpo, fertilizarán las cenizas de tus recuerdos, flores discretas que sonríen al sol en las mañanas y cierran sus pétalos por las tardes para soñar que son rosas de mar, navegantes sin fronteras.

Sabías sonreír, con los ojos entrecerrados, hablabas sin molestar al silencio, hacías apología de la tranquilidad. Hombre de cielos abiertos, no sabías estar en casa, con los ojos siempre buscando las ventanas, los horizontes, las nubes que arrastra el viento del sur para abandonarlas ancladas en la montaña. Mirábamos juntos la montaña, inventábamos rutas imposibles para escalarla, luego, cuando subíamos, con la respiración agitada, silbando en los oídos como si el viento se nos hubiera metido a darnos tumbos por el cuerpo. Nada como llegar a arriba, y mirar la costa con ojos de gaviota, allá lejos, con sus pescadores diminutos trajinando sobre cubierta.

Sabíamos entendernos, en un mundo de acentos extraños, de lenguas que gritan con sus silencios. Nos contábamos nuestras historias, lejanas, ancladas en los extremos del mapa. Nos entendíamos fácil, hablábamos del desarraigo, del abandono, de la libertad, sin los prejuicios de siempre, sin los espantos con que los otros nos interpretaban. Recuerdo el hombre del bar que nos dijo una vez que nosotros sí sabíamos ser libres, nos lo gritó en la cara, como un insulto, como el reproche de generaciones de hombres retenidos por la tierra, petrificados, acumulándose como montañas quietas. Un hombre blanco, enrojecido por un sol que no lo acepta, hinchado de alcohol y de miseria.

Cómo nos reímos saliendo del bar –Somos bien pinches libres, jodidamente libres- te gritaba yo entre risas, y tú me respondías a carcajadas que sí, que éramos unos criminales de la libertad, confesamos nuestro crímenes a la noche del Cabo, caminando bajo ese frío de mar austral. Agradecí cada vez que nos encontramos, cada charla con tu español sevillano y mi desparpajo chilango. Ahora que lo pienso nunca supimos despedirnos, las últimas veces que nos encontramos fueron siempre una promesa de hacer coincidir los caminos, yo encantada con el mar del sur en Muizemberg cuando tú te volvías más al norte a Mdumbi; luego yo hacia el norte por el Transkei haciendo escala en Mthatha donde nos vimos para un abrazo polvoso de viajeros que sólo pasan. Órbitas aleatorias que se cruzaban por el Cabo de nuevo, en las noches de fiesta en Obz, en el Town de las madrugadas. Después los mensajes a la distancias, nos mandábamos coordenadas. Hace algunas semanas aún me tentabas con el Amazonas, me decías que el sur siempre me llama, que nos tocaba este lado del mundo, que por allá también hay montañas que esperan ser escaladas.

Y ahora te estarán enterrando, seguramente, pensando que así te quedas en algún lado, que sabremos donde encontrarte ya siempre. Pero algunos sabemos que en realidad sólo estás esperando esa primavera en que las hierbas de tu prado florezcan para esconderte entre el polen y las esporas, y elevarte para ver la tierra desde lejos nuevamente, con tus ojos de gaviota. Ahí te irás entonces, ligero de equipaje, a navegar los aires. Todos los navegantes alguna vez naufragan, pero no mueren nunca las memorias de sus andanzas. No me despido Pedro, porque has escogido las coordenadas definitivas, el encuentro en donde no te fallo, ahí espérame que a ese viaje vamos pronto, la vida es un suspiro, mañana mismo nos encontramos.

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