Había fe. Eran tiempos de manos acaudaladas fluyendo, de ríos suavemente desbordados fertilizando laderas, amaneceres con olor de vida nueva, siempre nueva, retoños implacables abriéndose paso entre las ramas viejas, todo abono para esos tiempos futuros de promesas. Se florecía sin misterio, como un hábito simple, explosiones de colores llenaban los paisajes en primavera permanente. Eran tiempos inexistentes, en la memoria de las cosas sólo vagas lagunas quedan de esas desbordadas fuentes.
Queda ahora el vestigio de la fe en la memoria, sus pobres sombras, los ecos de sus cantos. Ruinas, paraísos imaginarios para el visitante, grandezas de otros tiempos, todos tiempos pasados, todos pasados mejores, todos apenas recordados. Al amanecer, el olfato del visitante explora el aire seco, cierra los ojos y se imagina las humedades de esos tiempos, saborea el gusto de las flores, la búsqueda ciega de las raíces haciéndose grandes, la sensualidad de los líquenes azules, de los musgos suaves; el visitante respira despacio el polvo inerte, los minúsculos fragmentos de ruina se acumulan en sus fosas nasales, arriesgan la pulcritud de sus pulmones.
Pura nostalgia, un mundo en ruinas. Sólo silencio, un pasado que quizá ni se imagina. Abre los ojos, el visitante ante el páramo reseco intenta descifrar las cuencas de esos ríos, los troncos firmes a sus orillas, el capricho de caídas de cascadas niñas. El agua, el agua fresca, bendita, beso de la tierra que, dicen, hace la vida. El agua como un sueño imposible, inimaginable de tan perdida. Dicen que aquí todo era agua, era todo ondular de vida; semillas que se abren, hojas que caen y fertilizan, hablan de la lluvia como un río fragmentado en vertical, perlas de agua, caricias sobre las mejillas.
Comulgaban los hombres bajo esa lluvia bendita, sabían de la fe, creían. A ojos cerrados es fácil pensar en el orden inalterable de las cosas, en la perpetuidad de manos generosas. Tiempos fáciles para la fe esos entonces, cuando todo fruto caía a la mano, maduro. Ante el visitante de las ruinas no quedan más altares de comunión, el páramo es vasto, un todo absoluto de polvo fino, de peñascos desperdigados, sin más caminos. Grietas, breves vestigios.
En sus ojos apretados, en su imaginación que se aferra a esos tiempos desconocidos, en su respirar que a cada inhalación se contamina, ahí habita sólo la tristeza, la añoranza de esa realidad perdida; pero exhala su aliento, porciones de humedad de su propio cuerpo, bajan a la tierra, despiertan la memoria de agua, y entonces germina el sueño. Nace una nueva comunión en el milagro de creer en lo imposible, y el mito del agua brota de la piedra, se presienten sus rumores con la sequedad que anhela. El visitante comulga por vez primera, sin haber visto nunca a su dios, con sed eterna, con el fervor de la fe verdadera, la que cree sin ninguna prueba, que ahí, en algún lado bajo toda esa tierra seca, hay una fuente que dormita, que espera.
Arrodillado bajo el sol, en el templo abierto del olvido, el visitante en paroxismo escava a manos limpias, sus palmas vacías se llenan de los despojos, sus dedos se desgarran, entrega sus falanges a las trituradoras entrañas del suelo endurecido. Maldice al pasado, a los apologistas de lo inagotable, le reprocha al cielo sin nubes la condena de la esterilidad de su presente, le reclama el no futuro, le lanza puñados de tierra que vuelven sobre su cabeza como meteoritos hirvientes.
Se quiebra, arrodillado, la cabeza sobre los brazos, los labios a ras de suelo, la sensación de sal en la lengua, el gusto amargo de la miseria. Postrado entonces, un destello pasa por sus párpados cerrados, y un crujir lejano, como de ese otro tiempo, le cimbra el cuerpo desde el estómago, y en torbellino se desata el nudo de su garganta, siente sobre el dorso de sus manos las gotas de la primer lluvia de su vida: de sus ojos en llanto fluye finalmente el manantial de los mitos de fe de sus antepasados. Sucede el milagro.
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