A Casandra Sabag Hillen
Desolada, sin el tigre, la casa calla. Mustio silencio que reclama. No hay quien responda al recuerdo del eco de sus feroces andanzas, el tigre brincó por la ventana, por la promesa de sol de primavera, a la seducción de los olores de las tiernas presas. Cansado de sus vueltas por la estancia, de jugar a la criatura doméstica, de hacerse la manicura sobre los sillones de mimbre de la terraza. El tigre, al saltar, rompió los vidrios de la ventana, sobre el charco de esquirlas, se ha herido una pata. El tigre sangra. Sobre praderas o bosques o entre las selvas asfálticas, traza la ruta roja de sus pasos libres, con el polvo de los caminos cicatriza sus ansias.
Por la casa, entra el viento desde la ventana quebrada. Huele a vidrio roto, a eco de estruendo, a sangre de tigre aun fluyendo. Pero debajo de todo eso, a pesar de los afanes del viento, se germina el inconfundible olor del silencio. Cuando no se escucha nada, la memoria busca, desesperada, con qué llenarse las ganas; la mirada hace viajes rápidos de los sillones a la recámara, piensa en las horas del sueño sobre el tapete al pie de la cama, puede ver restos del pelaje pardo por todo el suelo, piensa en la lengua ancha y rosada que abatía el ocio con sesiones de limpieza cada vez más largas. La mirada le dice a la memoria que por todos lados hay restos del gran felino, que sus uñas quedaron marcadas en zarpazos alegres por las esquinas, que sus costados aun se tallan a los muros buscando caricias.
Entonces la casa siente, entre el viento que le remueve los recuerdos, que va y que viene, siente circular ese fuerte olor que persiste en el abandono y el silencio. La casa huele a tigre –tal vez ese sea el olor de su silencio-, porque alguna vez, ya no se sabe hace cuánto, hubo un tigre manso paseando por sus cuartos; un tigre alegre echado sobre sus tapetes; un tigre hambriento del medio día rascando, con maullidos de minino, sobre las baldosas de la cocina; un tigre de invierno disfrutando el calor del encierro; y luego, ese tigre final pestífero carnicero, que en salto sordo de bestia feroz rompió un vidrio y escapó.
La historia del tigre, entonces, es lo de menos. Es el olor del tigre, su presencia permanente, la sensación de él a la vuelta de cada pasillo de la casa, su recuerdo inevitable que nos hace caricias peludas en el sueño de las madrugadas; ese olor que nos despierta las ganas, nos levanta en las noches, nos pide que sigamos llevándole la carne a la boca para que no se olvide de sus sueños de caza. Así la que pinta se levanta, pasa sus manos sobre los lienzos, cuestiona, imagina, casi sin creer hace sombras sobre las líneas, juega al milagro del volumen, desnuda los pies de las mujeres de sus pinturas, deja que germine la dualidad; a las ganas de hacer no las puede dejar de alimentar, bestias feroces de nuestros interiores, mininas mimadas de todas nuestras habitaciones.
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