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Gusto de celebrar




La vida, estos días, estos años recientes, todos siguiéndose uno de la mano del otro, acumulando acontecimientos, sorpresas, pequeños guiños de los labios que maduran en sonrisa; se extienden sobre mis manos, me muestran el avance de las líneas, me hacen imposible decirle que no a la vida, sus suaves tentaciones, la sensación de peligro de cada una de nuestras decisiones, la inercia, la comodidad incluso, o la indefinición con todas sus complejidades, han sabido llevarme por lugares impensables, y luego devolverme a lo cotidiano, al hacer del día a día. Hago recuentos y me sonrío, me alegro de ser esta misma que roba la fruta de los árboles que maduran por las orillas de las fincas, que se desbordan de las cercas, alargan sus ramas al alcance de la tentación de las niñas, siempre con ganas de dulce en la punta de la lengua, siempre dispuestas a la travesura.

He sido esa niña, me he llenado la boca de tamarindos maduros y mangos verdes con sal en los veranos de mi infancia, aun llevo en algún rincón del cabello, enredado en dulces recuerdos, el olor de los membrillos y las moras de tantos inviernos. Por aguacates y capulines trepé árboles con los ojos apretados por el vértigo, durante años me he escaldado los labios con el jugo de los nísperos robados. Imposible no decir ahora que del Baobab, de ese árbol de la vida que más que un árbol es un guía, el gran señor de la sabana guardado en monumentales troncos y ramas, también tomé sus frutos, me llené los labios con su jugo en una noche de sonrisas compartidas a las orillas un lago de estrellas tibias… todo como en un sueño imposible, pero tan cierto como que he traído conmigo, a pesar de las prohibiciones de aeropuertos, una semilla.

He parado en caminos mi andar a cambio de sandías, he seguido por una ruta imposible, sólo por la promesa de sus árboles frutales, y he tenido también el disgusto de la fruta que tiene amargo el corazón, que se madura a destiempo, que pierde la frescura a fuerza de despiadado sol. Hace poco encontramos granadas a la orilla de la carretera, viramos en redondo y fuimos por ellas, enormes, desbordadas, con las cáscaras abiertas para mostrar la preciosa pedrería de su interior; ahí también, enormes higueras con los brazos cansados de tanto fructificar en vano, tristes de verse los pies llenos de higos desperdiciados. Nos llenamos las manos, las bolsas, los labios, nos llenamos los ojos de campo limpio, en tiempo de lluvias, todo reverdecido. Y me doy cuenta entonces que he vivido siempre con esa sensación de llevar las bolsas llenas, de ir por la vida con el gusto de detenerse, desviar la ruta, sólo por seguir el olor de las mieles de los árboles de fruta, sueños de veranos que terminan, porque el otoño no sabe esperar, pero que no, nunca, se olvidan.

Celebro, este año más, con gusto, con ganas, con sonrisas, con el amor alegre llenándome la casa de flores, de dulces colores, con el amor amigo poniendo su mano siempre a la distancia justa del alcance, con las sensaciones más cálidas de la vida. Celebro también lo que no existe, lo que sólo se siente como un presagio, como los sueños que olvidamos al despertar, pero sabemos que nos harán amable el día, celebro por los años que vienen, que no podrían existir sin los que se han ido ya. Me deleito en lo que viene aunque tengo ya el gusto lleno de sabores, porque en el vivir no puede haber saciedad.

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