Me llama el sur, con su sabor de mar en el aire, sus montañas de nubes bajas a las tardes; me llama el sur porque tengo los sueños anegados de hambres ancestrales, de ganas de calentarse, de cobijarse en sus bochornos insoportables de medio día, en sus dulces mañanas maduras de sol implacable. Me llama y llego a ojos cerrados, porque no es preciso ver nada con esos cantos de sirena que atraviesan montañas, se abren paso a lomo de aire, cabalgan.
Voy al sur con ganas de nada, porque todo está dado ya en el viaje y la esperanza; sin espera, sin nada, todo a un tiempo, sobre la mesa puesta para nuestra ansia. Del sur se sirve el mundo grandes platadas, la historia está llena de los del norte que van al sur y se sacian, y luego vuelven con melancolías eternas a contarle a las generaciones que no saben nada de esos sabores perfumados, de guayabas maduras que llenan la mano entera, cómo es que eran esos tiempos en que se migraba al sur a hacer fortunas con la riqueza ajena.
Voy al sur, pero sin conquistas, sin sueños feudales, a pesar de lo que pueda decirse de mis planes. Voy a seguir el curso de los ríos, naturales, que van al mar a abandonarse; me quedaré en las planicies haciendo remanso por algunas tardes, y a las primeras lluvias, con ganas de desbordarme, seguiré la marcha a la sal, con la nariz puesta en ese olor de llanto permanente que tienen todos los mares. Sabré llegar entonces a ese final inevitable del agua dulce que no es más y se mezcla para sólo en lluvias recuperarse.
Le he dicho de nuevo a los amigos que me voy al sur, ha sonado ahora a cuento viejo, a una cosa que ya pasó antes, y la sentimos vívida, casi palpable. Lo que los amigos no saben es que ha sido el sur el que me ha llamado y no mis ganas las que le han alcanzado, que es ese magnetismo de los polos, que siendo las ganas de migrar apenas se asoman los otoños. O no, también en primavera, o en verano como antes, me he ido a los inviernos australes, a sentir frío donde debieran ser sólo calores insoportables.
Ahora mismo por estas tierras la gente se pone sus pocos suéteres. Se creen que merece la pena desempolvar la ropa de invierno en este insipiente fresco de las tardes que sólo alivia los calores del día y no merece sanarse. Pero el cuerpo es un manojo de adaptaciones, la caja de Pandora de los evolucionistas: “a todo se acostumbra uno, menos a no comer” dirían esos abuelos de los que todos debieran tener al menos uno, esos que cintan proverbios y lanzan avesmarías lo mismo que maldiciones, según sea el caso.
Acostumbrados al calor, los hombres del sur, de rostros morenos y ojos brillantes, saben escuchar aun el rumor del río cuando casi seco, un río niño, pequeñito, acunado en lo profundo de las laderas, a las faldas de los riscos; saben reconocer ese quejido lento con que se va haciendo hombre, como crujen sus huesos al estirarse con las lluvias de agosto y lo vuelven incontrolable. Pero al tiempo, mientras avanza el año, que es la vida del río según los ciclos que hoy ya hemos olvidado, el río se apacigua, madura a la caricia lenta de las raíces de los árboles de mango. Se hace adulto.
Para el otoño son los ríos de este sur apacibles hombres buscando un andar rítmico, sin sobresaltos. Por inviernos, ya encanecen sus aguas, se hacen viejos y vuelven a necesitar la ayuda que da la mano de una madre que cobija y cuida, son casi hilillos tenues, encanecidos ríos de fines de año. Pero con el viento de algunas tardes, se vuelven a acordar de esas sus épocas de tempestades, hacen barullo allá abajo y al paso de los puentes podríamos jurar, desde los coches, que afuera llueve, pero es sólo el sonido de las hojas alborotadas con ese aliento de río melancólico que sueña con las lluvias de sus ayeres.
Me llama el sur y cierro los ojos para escuchar qué dice, para sentir sus ríos viejos de este casi invierno que aquí igual sabe a verano, relajo el cuerpo a su sensación de sol, a su casi amante aliento que pasa por el cabello humedecido aun por las tardes. Aprieto los ojos para sentir los bordes de mis párpados, la caricia lenta de las pupilas en ese abrazo. Al llamado del sur, me rindo a todos sus encantos, a las perspectivas de cielos azules llenos de pájaros, a los soles que revientan de madurez ya desde las 5 de la tarde, a la cadencia de las hojas de sus árboles siempre verdes.
Voy al sur con ganas de nada, porque todo está dado ya en el viaje y la esperanza; sin espera, sin nada, todo a un tiempo, sobre la mesa puesta para nuestra ansia. Del sur se sirve el mundo grandes platadas, la historia está llena de los del norte que van al sur y se sacian, y luego vuelven con melancolías eternas a contarle a las generaciones que no saben nada de esos sabores perfumados, de guayabas maduras que llenan la mano entera, cómo es que eran esos tiempos en que se migraba al sur a hacer fortunas con la riqueza ajena.
Voy al sur, pero sin conquistas, sin sueños feudales, a pesar de lo que pueda decirse de mis planes. Voy a seguir el curso de los ríos, naturales, que van al mar a abandonarse; me quedaré en las planicies haciendo remanso por algunas tardes, y a las primeras lluvias, con ganas de desbordarme, seguiré la marcha a la sal, con la nariz puesta en ese olor de llanto permanente que tienen todos los mares. Sabré llegar entonces a ese final inevitable del agua dulce que no es más y se mezcla para sólo en lluvias recuperarse.
Le he dicho de nuevo a los amigos que me voy al sur, ha sonado ahora a cuento viejo, a una cosa que ya pasó antes, y la sentimos vívida, casi palpable. Lo que los amigos no saben es que ha sido el sur el que me ha llamado y no mis ganas las que le han alcanzado, que es ese magnetismo de los polos, que siendo las ganas de migrar apenas se asoman los otoños. O no, también en primavera, o en verano como antes, me he ido a los inviernos australes, a sentir frío donde debieran ser sólo calores insoportables.
Ahora mismo por estas tierras la gente se pone sus pocos suéteres. Se creen que merece la pena desempolvar la ropa de invierno en este insipiente fresco de las tardes que sólo alivia los calores del día y no merece sanarse. Pero el cuerpo es un manojo de adaptaciones, la caja de Pandora de los evolucionistas: “a todo se acostumbra uno, menos a no comer” dirían esos abuelos de los que todos debieran tener al menos uno, esos que cintan proverbios y lanzan avesmarías lo mismo que maldiciones, según sea el caso.
Acostumbrados al calor, los hombres del sur, de rostros morenos y ojos brillantes, saben escuchar aun el rumor del río cuando casi seco, un río niño, pequeñito, acunado en lo profundo de las laderas, a las faldas de los riscos; saben reconocer ese quejido lento con que se va haciendo hombre, como crujen sus huesos al estirarse con las lluvias de agosto y lo vuelven incontrolable. Pero al tiempo, mientras avanza el año, que es la vida del río según los ciclos que hoy ya hemos olvidado, el río se apacigua, madura a la caricia lenta de las raíces de los árboles de mango. Se hace adulto.
Para el otoño son los ríos de este sur apacibles hombres buscando un andar rítmico, sin sobresaltos. Por inviernos, ya encanecen sus aguas, se hacen viejos y vuelven a necesitar la ayuda que da la mano de una madre que cobija y cuida, son casi hilillos tenues, encanecidos ríos de fines de año. Pero con el viento de algunas tardes, se vuelven a acordar de esas sus épocas de tempestades, hacen barullo allá abajo y al paso de los puentes podríamos jurar, desde los coches, que afuera llueve, pero es sólo el sonido de las hojas alborotadas con ese aliento de río melancólico que sueña con las lluvias de sus ayeres.
Me llama el sur y cierro los ojos para escuchar qué dice, para sentir sus ríos viejos de este casi invierno que aquí igual sabe a verano, relajo el cuerpo a su sensación de sol, a su casi amante aliento que pasa por el cabello humedecido aun por las tardes. Aprieto los ojos para sentir los bordes de mis párpados, la caricia lenta de las pupilas en ese abrazo. Al llamado del sur, me rindo a todos sus encantos, a las perspectivas de cielos azules llenos de pájaros, a los soles que revientan de madurez ya desde las 5 de la tarde, a la cadencia de las hojas de sus árboles siempre verdes.
buen escrito, me gsutó, sólo una duda aun en la parte del murmullo del río seco es sinónimo de incluso o todavía, me parece a mi todavía por lo que abría que acentuarla y en el párrafo de Pandora, yo concluiría el escrito en esta parte
ResponderEliminarAhora mismo por estas tierras la gente se pone sus pocos suéteres. Se creen que merece la pena desempolvar la ropa de invierno en este insipiente fresco de las tardes que sólo alivia los calores del día y no merece sanarse. Pero el cuerpo es un manojo de adaptaciones.
lo de más sobra, le estorba y rompe la melancolía y sentimiento de todo el poema en prosa....