Tiempo I
Soy un silencio colmado de anhelos, uno largo, lento. Uno que es este único por estarse siempre repitiendo. Son las ganas de esos otros tiempos, los que se fueron, los que no supieron llegar y los que se quedaron llorando en todos los umbrales de las puertas de cerrojos ciegos. Soy ese grito que no pudo ser escuchado desde las montañas del desaliento, a escaladas de enrarecido viento, de nubes que se pasan por los pies para que no sepamos si es que vamos al revés o ya no podremos bajarnos nunca de ese mentiroso cielo. Sin ángeles, sin luceros, sólo picos de montañas, que se nos desgranan a pasos cansados, como los campanarios que doblan a nuestros muertos.
No cuenta que nos quedemos ambos viéndonos a los ojos, cegados ya desde hace tantos de esos otros tiempos, no sirven las imágenes de la memoria para contarnos las historias que suceden fuera de la oscuridad de nuestros desecados cuencos. La vida se sigue moviendo, nos inquieta ese sonido que tienen las luces claras de las mañanas al pasar sus manos por los objetos, sabemos a qué huelen los árboles de medio día, con sus sombras perfectas haciendo réplica de sus copas; nos hemos enseñado ya, en la ceguera, a aprendernos el ritmo del tiempo aunque los relojes de ahora ya no sepan soñar manecillas y péndulos. Lo sabemos por esa forma inconfundible en que se impregnan las voces de cansancio según avanza el día, por cómo la gente hace ruidito al arrastrar su sombra que se hace más grande conforme le llega la noche, hasta que todas las sombras son una sola.
Toda noche, la sombra que se cultivó temprano, con los primeros soles, se fue irguiendo despacio, se descubrió en la mañana, se miró largas las piernas sobre las aceras de los que andan, sintió pena de ser ella tanta y se ocultó de pronto, en el cenit, para preparar luego el atardecer de su gloria. Quienes hacemos silencio hemos aprendido a leernos las sombras, para quienes nuestros ojos son sólo una bruma de confusiones y contornos, teorizamos en la oscuridad sobre lo que sueñan esas sombras, nos queremos oler sus historias, ese mundo a rastras, siempre acariciando las cosas; pero a la noche, que todos sabemos sentir, terminamos por contentarnos con esa confusión absoluta de la penumbra que es la suma de todas las sombras, su ascensión al cielo, la formación de su bóveda. Es cuando nos quedamos más en silencio, cuando precisa el ejercicio absoluto de la quietud en cada uno de nuestros huesos; para que vaya entrando por nuestra ventana, como brisa fresca de océano, el suave tintineo de estrellas de las sonrisas de esas sombras, que en las noches despejadas entra con brutalidad de huracán, carcajada de Vía Láctea.
Tiempo II
Me despierta el escándalo de mis dedos, malditos sus aleteos necios. De la comodidad del sueño, salgo en tropel a una mañana brillantísima de este clima que ya no entiendo. ¿Será de nuevo verano? me pregunto con los ojos ofendidos de claridad, de barullo de ciudad y olores inquietos. Mis dedos han despertado mucho antes, quizá un par de horas llevan ya tamborileandome el estómago, llamando al hambre del bajo vientre, haciendo marimba de costillas sobre los despojos de mi cuerpo inerte. Soy entonces el fluir eléctrico sobre los ríos de mis nervios, se me despiertan los sabores del cuerpo, un avanzar dulce, frenético.
Bajo de las montañas en deshielo. Pasan mis aguas por las bajas nubes que me coronaban los pies de cielo; me precipito por laderas, me creo eso de que el agua pasa por donde se le da la gana, que no pregunta, arrasa y se abre su propio paso, lleva la mirada limpia, transparente, rabiosa espuma de cascada. Aun con las manos heladas de haber sido de las altas nieves hermana, seducida de sol baja al mundo de los hombres que la beberán con ansia, que se bañarán en esas manos que fueron de doncella blanca. Soy entonces de esos que no pueden esperar, que se aferran a ganarle el ritmo a la vida, se lanzan a los rápidos, entre las piedras, se rompen con gusto las vacías cavidades del cuerpo en la carrera de ir a dónde sea. La mañana brilla, es de luz, de agua, inevitable claridad que ciega; es para salir de la cama, abrir cortinas, usar sandalias, ir a la calle vestida de simplonas buenas caras.
Saluda a los vecinos niña, que se te vea la felicidad en las pupilas, tan redondas ellas, tan absolutas, tus escotillas de la vida. Pasan por ellas todas las claridades del día, ases de luz que terminan en abanicos de colores, en la paleta de un pintor demasiado alegre para estos días. La calle llama con esas luces ardientes, con esos colores que hacen vivir a las siluetas simples; labios marrones de morena, en sus vestidos de verano que aun se pone a pesar de ser casi otoño el que llega. A las tardes, esperamos las lluvias provocando arcoíris sobre toda esa luz, no hay un solo lugar para descansar, detener el camino del sol y dormitar. ¿Dónde se esconderán las sombras a esta hora de la mañana que no deja de brillar? Entornamos los ojos a ver si es que las vemos llegar, pero no podemos mirar más, ciegos, agotados de tanta claridad.
Soy un silencio colmado de anhelos, uno largo, lento. Uno que es este único por estarse siempre repitiendo. Son las ganas de esos otros tiempos, los que se fueron, los que no supieron llegar y los que se quedaron llorando en todos los umbrales de las puertas de cerrojos ciegos. Soy ese grito que no pudo ser escuchado desde las montañas del desaliento, a escaladas de enrarecido viento, de nubes que se pasan por los pies para que no sepamos si es que vamos al revés o ya no podremos bajarnos nunca de ese mentiroso cielo. Sin ángeles, sin luceros, sólo picos de montañas, que se nos desgranan a pasos cansados, como los campanarios que doblan a nuestros muertos.
No cuenta que nos quedemos ambos viéndonos a los ojos, cegados ya desde hace tantos de esos otros tiempos, no sirven las imágenes de la memoria para contarnos las historias que suceden fuera de la oscuridad de nuestros desecados cuencos. La vida se sigue moviendo, nos inquieta ese sonido que tienen las luces claras de las mañanas al pasar sus manos por los objetos, sabemos a qué huelen los árboles de medio día, con sus sombras perfectas haciendo réplica de sus copas; nos hemos enseñado ya, en la ceguera, a aprendernos el ritmo del tiempo aunque los relojes de ahora ya no sepan soñar manecillas y péndulos. Lo sabemos por esa forma inconfundible en que se impregnan las voces de cansancio según avanza el día, por cómo la gente hace ruidito al arrastrar su sombra que se hace más grande conforme le llega la noche, hasta que todas las sombras son una sola.
Toda noche, la sombra que se cultivó temprano, con los primeros soles, se fue irguiendo despacio, se descubrió en la mañana, se miró largas las piernas sobre las aceras de los que andan, sintió pena de ser ella tanta y se ocultó de pronto, en el cenit, para preparar luego el atardecer de su gloria. Quienes hacemos silencio hemos aprendido a leernos las sombras, para quienes nuestros ojos son sólo una bruma de confusiones y contornos, teorizamos en la oscuridad sobre lo que sueñan esas sombras, nos queremos oler sus historias, ese mundo a rastras, siempre acariciando las cosas; pero a la noche, que todos sabemos sentir, terminamos por contentarnos con esa confusión absoluta de la penumbra que es la suma de todas las sombras, su ascensión al cielo, la formación de su bóveda. Es cuando nos quedamos más en silencio, cuando precisa el ejercicio absoluto de la quietud en cada uno de nuestros huesos; para que vaya entrando por nuestra ventana, como brisa fresca de océano, el suave tintineo de estrellas de las sonrisas de esas sombras, que en las noches despejadas entra con brutalidad de huracán, carcajada de Vía Láctea.
Tiempo II
Me despierta el escándalo de mis dedos, malditos sus aleteos necios. De la comodidad del sueño, salgo en tropel a una mañana brillantísima de este clima que ya no entiendo. ¿Será de nuevo verano? me pregunto con los ojos ofendidos de claridad, de barullo de ciudad y olores inquietos. Mis dedos han despertado mucho antes, quizá un par de horas llevan ya tamborileandome el estómago, llamando al hambre del bajo vientre, haciendo marimba de costillas sobre los despojos de mi cuerpo inerte. Soy entonces el fluir eléctrico sobre los ríos de mis nervios, se me despiertan los sabores del cuerpo, un avanzar dulce, frenético.
Bajo de las montañas en deshielo. Pasan mis aguas por las bajas nubes que me coronaban los pies de cielo; me precipito por laderas, me creo eso de que el agua pasa por donde se le da la gana, que no pregunta, arrasa y se abre su propio paso, lleva la mirada limpia, transparente, rabiosa espuma de cascada. Aun con las manos heladas de haber sido de las altas nieves hermana, seducida de sol baja al mundo de los hombres que la beberán con ansia, que se bañarán en esas manos que fueron de doncella blanca. Soy entonces de esos que no pueden esperar, que se aferran a ganarle el ritmo a la vida, se lanzan a los rápidos, entre las piedras, se rompen con gusto las vacías cavidades del cuerpo en la carrera de ir a dónde sea. La mañana brilla, es de luz, de agua, inevitable claridad que ciega; es para salir de la cama, abrir cortinas, usar sandalias, ir a la calle vestida de simplonas buenas caras.
Saluda a los vecinos niña, que se te vea la felicidad en las pupilas, tan redondas ellas, tan absolutas, tus escotillas de la vida. Pasan por ellas todas las claridades del día, ases de luz que terminan en abanicos de colores, en la paleta de un pintor demasiado alegre para estos días. La calle llama con esas luces ardientes, con esos colores que hacen vivir a las siluetas simples; labios marrones de morena, en sus vestidos de verano que aun se pone a pesar de ser casi otoño el que llega. A las tardes, esperamos las lluvias provocando arcoíris sobre toda esa luz, no hay un solo lugar para descansar, detener el camino del sol y dormitar. ¿Dónde se esconderán las sombras a esta hora de la mañana que no deja de brillar? Entornamos los ojos a ver si es que las vemos llegar, pero no podemos mirar más, ciegos, agotados de tanta claridad.
tiempos de añoranza y melancolía? tiempos que ya fueron y se escapan y diluyen en los recuerdos que se con-funden? el primer tiempo es bueno muy persona e íntimo el segundo un tanto urbano y cotidiano...
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