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De ríos crecida

Me levanto a escribir, antes del desayuno, con el estómago llamando con furia a la puerta de mis labios, ansioso de párrafos nuevos para devorarlos. Me levanto en silencio para que no salgan de mí las ideas de los sueños, y luego, en esta silla que es como un pequeño reducto de cardúmenes y algas, me sumerjo en el silencio absoluto de la palabra escrita, escrita para mi, para esos lectores que no existen en los ojos ajenos, que tienen sueño de seguir líneas tan apretadas, que se arrullan en el inevitable ritmo de las palabras persiguiéndose unas a otras. Me levanto a escribir porque sin ello no hay sentido, se atrofian las manos de tejedora sin los hilos para hacer redes y atrapar las historias, se quedan vacías las palmas sin esa sucesión de sonidos que hacemos sobre las páginas. Me condeno a la perpetuidad de la palabra, a seguirla a ojos cerrados, en momentos de ira o en el remanso de la calma; me condeno porque no hay remedio ante la necesidad de seguir, hasta el agotamiento, la esbelta vía de los que se leen a sí mismos sin mediar palabra.

Que no me pregunte a mí de qué va la vida. Que no me vengan con cuestionamientos de fragilidad convencida, que no crean que esta mañana me he levantado con las manos inundadas de respuestas cómodas y tibias. Soy más un desierto que espera una temporada de lluvia que desde la prehistoria no llega, una grieta al inframundo esperando los milagros de la nueva Pangea; eso, ahí, en la incertidumbre de mis orillas, un archipiélago separado sin prisa, de a poco, en los milenios que lleva de vida, hasta que sin darse cuenta sus playas se hicieron lejanas y se les olvidó cómo encontrarse entre tanta agua salada. Pedirle respuestas al silencio, las peras del pobre olmo que sólo nos puede dar sombra, cobijo, altas ramas para mecer la mirada, pero nada de frutas perfumadas, nada de almíbares para los gustos amargados de tanta vida tan ingrata. Pedirle al silencio que no siga más y que se haga palabra, es sólo una plegaria más perdida en los rezos de un mundo en llamas.

Que no. Que no basta hacer palabras para amanecer, para llegar a algún punto sin el peligro de naufragar antes de ver el faro del cenit de mediodía. Fuera de las páginas, nos está traicionando la vida, sin rimas, sin puntos que hacen pausas y nos dejan respirar la mirada antes de la siguiente línea, no hay en el transcurrir de los días la posibilidad del párrafo, bloque sólido para evitarnos las crecidas que hacen las lluvias sobre los ríos. El espacio infinito de la página se burla de la vida cegada; a la vuelta de la esquina, por la fatalidad que nunca ha sido buena amiga, acecha las espaldas con puñaladas, rumores y traiciones ingratas. A mi no me vengan con cuestionamientos que no tengo tiempo ya de darles respuestas a sus inquietas ansias, para mi, desde hoy, vengan tan sólo dulces sensaciones de balcón abierto en la mañana, de rumor de pájaros que anidan en azoteas y postes de luz, de lluvia de verano amablemente cálida. Que me pregunten cuántas flores abrieron hoy en las macetas de mi ventana, si son tan rojas como yo las recordaba, si siguen subiendo, trepadoras, por las barandas.

Vienen a mi ahora las más frescas sensaciones que no están en esta página, que vienen de la calle y se suben por los muros hasta mis ventanas, barullo de niños que ya está de vacaciones y no sabe qué hacer con tanta libertad a una hora tan temprana, entonces arman alboroto por todo el vecindario, siguen a sus mamás a las compras, piden de la tienda cosas para las que no alcanza; niños como siempre con todas las ganas que a los demás nos faltan. Vendedores y trajineros de esta cuadra, hombres y mujeres con el oficio de pasarse casa por casa, puerta a puerta buscando a la suerte que les lleva siempre ventaja. Desde la esquina, me sonríe el señor de la basura con su traje naranja, de sol ensuciado por la miseria humana, me grita que si quiere que suba a llevarse los desperdicios de mi casa, le sonrío con gusto y le digo que no hace falta. No hay nada dentro de estos muros que ahora deba tirarse más que algunas tristezas agrias, descompuestas en la fermentación de una memoria que más calla.

Pero estará bien guardarlas un par de días más, hasta que de sus acres sabores comience a surgir nueva vida, hongos azules con sus superficies peludas, pequeñas larvas de mosca que se retuercen en los sueños de sus alas. De mis tristezas olvidadas, descompuestas por la falta de refrigeración que debieron haberles dado las gélidas cavidades del alma, pues se me han olvidado sobre las cálidas parrillas del corazón, surgirá un nuevo mundo de minúsculas criaturas, me recordará que después de toda muerte está, siempre, nueva la vida. Luego podrá venir el enterrador sonriente, con su traje naranja de señor de nuestros desperdicios, soberano de las sobras y las porquerías, recogerá nuestros restos para llevarlos a germinar a la tierra, a hacer fértil el pasto de alguna zanja ínfima. Vendrá para susurrarnos quedito, como amorosa nodriza, que ya vamos pronto a sentir de nuevo la vida, que ese frío es sólo un momento en lo que nos vuelven a cobijar las entrañas oscuras en su abrazo que alivia.

Mientras, podemos estar en el balcón que da a la calle, o frente a la pared que nos separe de esa realidad de regocijos comunes, de vecinas que se platican, ellas sí, de qué va la vida. Podemos sonreírnos al gusto de estos días nublados, planear desde temprano la ruta de los paseos que casi siempre no damos. Al marco de mi ventana, llegan los colibríes con su gusto de alas, florecen en agradecidos aleteos a las mieles del comedero que les preparo para sentir que me acompañan, llegan y resplandece de los soles de sus pechos colorados, las flores se vencen a su estocada, vírgenes seducidas abren sus mieles para que el colibrí caiga al polen de sus trampas. Imposible pensar en la muerte a esta hora de tanta vida, con los tréboles silvestres llenándome las maceta de breves flores; impensable creer que esto un día termina.

Y va a empezar la lluvia, ya huele a sus manos frías, las primeras gotas nos levantan la mirada a las nubes, nos ponen a germinar las orillas de la sonrisa; los pájaros se llaman con gritos que nadie escucha, se van de rama en rama a lugares donde del agua se ocultan. Las personas por la calle aceleran el ritmo, saben que han de apresurar aún sin ir a ninguna parte. El cielo amenaza con caerse, y con sus primeros fragmentos, sobre mis manos, me digo que no hay más respuesta posible que el milagro de la lluvia, milagro de vida y muerte, nos bendice de aguas y nos condena al lodo en los pies de quienes caminan y no vuelan. Si van a venirme a preguntar hoy sobre la vida, la mía o la de quién sea, les contestaré con el rumor incomprensible de las tormentas a gritos de viento y furia de centella. Que no venga quien no quiera anegarse de mis corrientes crecidas, que hoy soy río sucio de recibir los desagües de la vida.

Comentarios

  1. Tiene un muy poderoso primer párrafo, despúes el segundo y tercero los encuentro anecdóticos muy personales, toda poesía es personal claro esta, pero como incrustado, para después retomar ese sentido de introspección crítica y contundente...

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