Está pintando su silla el escriba. Su sitio en el mundo, la esquina donde se abandona para volverse palabras. Estaba desteñida, destinada a un infausto ocre, hecha en tono artificial de caramelo desabrido. El escriba se ponía triste de mirar ese triángulo de color indefinible entre sus piernas al estar buscando por el piso las palabras que del cielo no le llegaban. Hoy, en el letargo de las páginas que no avanzan, tomó coraje, se enfundó las manos en mínimas protecciones y, pincel en mano, con las rodillas al piso en gesto de oración y plegaria, se fue sobre la silla con el coraje con el que hubiera querido ir sobre las páginas durante toda la infructuosa mañana. La gatita, desde su rincón de dormir cerca de la ventana, mira al escriba sobre la silla, en el silencio de las palabras; con su mirada escéptica de gata de siete vidas, de ojos amarillos de miel, a veces reverdecidos de malvada astucia. Al escriba le parece que se ríe la gatita, con esa risa de los gatos que no suena a nada, ...