Algo pasa con octubre, con sus lunas, con sus cielos de atardeceres calmos, con la sensación de final de año que ya viene pero aun no llega, con los ciclos del tiempo dándonos permanentes vueltas. Algo ha pasado con mi corazón en octubre repetidas veces, una especie de grieta que se abre para dejar pasar los vientos suaves de otras personas, una sensación de fragilidad que se deja acariciar aunque finalmente no se rompe. Hace un tiempo caí en la cuenta de que me enamoro en octubre, una vez y otra, y luego de nuevo de las mismas personas, en octubre abro los ojos, permito las sonrisas.
Siempre había pensado que tenía qué ver con la madurez del otoño, con sus hojas que suenan debajo de los pies, los atardeceres rojos, el ambiente que comienza a enfriarse, el viento, ese viento que despeina, acaricia, recuerda que es posible sentir sobre cada centímetro de nuestra piel. El otoño me hace feliz, atesoro dentro de mis mejores memorias los años en la universidad cuando entre la Facultad de Arquitectura y la Biblioteca Central me iba caminando entre las hojas, esperaba la tarde frente al espejo de agua, me estaba en silencio con la cabeza llena de sueños.
En esos pocos momentos de tiempo, tardes de domingo o periodos de desempleo, recuerdo la correspondencia con los amigos, con Mar, con Carlitos, recuerdo mis libretas de notas, los afanes de palabras a todas horas, las ganas de decir todo y al final sólo terminar por describir las sensaciones de otoño y saber que con eso bastaba. Recuerdo los largos, suaves, tiempos de soledad en aquellos otoños. Luego llegó ese octubre en que conocí al Sr. C, su cumpleaños que disfrutamos sin saber que lo festejábamos: García Lorca en la Plaza de Toros, uno de mis recuerdos más caros. Ese octubre, principio de nuestra historia.
Luego vinieron el resto de los octubres, renovando y destruyendo, acabando con sueños y construyendo nuevos. Este será el primer cumpleaños que no pasamos juntos en los años que llevamos de conocernos. Estoy acá, sin otoño, sin hojas secas, también me dicen que allá no pasó el otoño, que se vino encima el invierno y todo es un enfriarse sin avisos previos. Aquí, en Ciudad del Cabo es primavera, todo florece, es un descaro de colores y sensaciones nuevas, esta es una ciudad que ama las flores, que tiene jardines en el frente de las casas, que viste las faldas de su montaña de aromáticos colores.
No sé cómo hablar de este octubre ahora, hace unos días me estaba preguntando si la magia de las lunas sería del mes o del otoño, y creo que es en realidad del mes, pues acá hemos tenido ya varias noches en que la luna, en creciente, sonríe con Venus tan cerca que casi pueden tocarse, corona la montaña, ilumina y hace gestos de coqueto derroche. Tendría que estar acá todo el año para poder saber si es que octubre tiene las lunas más bellas también en este hemisferio. Los amigos me dicen que en verano oscurece hasta las 9 de la noche y la luna es como otro sol anaranjado y enorme en el firmamento del norte.
Este octubre me habla de la verdadera lejanía, me está diciendo que es cierto que me he venido al otro lado del mundo, que los afanes viajeros a veces no nos permiten medir la distancia por estar tan distraídos en disfrutar trayectos y compañías. Podría uno seguirse moviendo sin sentir que transcurra la vida, podría tomar el camino de perseguir la primavera y vivirme en florecer todo un año, o lo que me dure la fortaleza de alas que me he inventado para estos días, podría también quedarme quieta, aguantar ese sol nocturno que reina acá los veranos, pensar en las posibilidades que este hemisferio abre para mis ojos.
Pero no me siento capaz de la permanencia, hay un par de sueños qué perseguir por los caminos, hay aun más que ver y muy poca vida para poner todo en nuestros ojos, hay también un sentido de fragilidad en todo lo que me toca en estos días, los lugares, las compañías se hacen un tanto ficcionales, parece que pueden desaparecer para el siguiente día. Tengo un poco de fantasma, más de lo que creo he tenido toda mi vida, algo de transparencia, alguien me ha dicho ayer que parece que es imposible tocarme, que es como si no fuera una persona de verdad.
Me ha asustado un poco escuchar eso, pero creo que de alguna forma justo así me siento. Es octubre, es primavera, y yo soy una sombra que ha dejado un cuerpo abandonado en alguna esquina del mundo, melancólico, esperando que vuelva su sombra para poder ser de nuevo una persona, dejar el medio día en que el sol nos desaparece las sombras y poder ir en libertad por las mañanas de definidas manchas a nuestros pies, los atardeceres de alargados reflejos y las noches que cambian al capricho de las artificiales luces.
Sin embargo, yo, la sombra, no tiene melancolía, no como ese cuerpo que se quedó por allá anclado a su esquina; esta que soy acá se llena de colores, pide prestados los lavandas de las flores, los lilas y los púrpuras, los azules de diminutos botones, juega a ponerse este o aquel gesto, las sombras son un lienzo abierto, se posan sobre las cosas y las toman, se permiten acariciar sus superficies con su apariencia de noche, pero no terminan por cubrir del todo el sol, hacen una pausa sólo al excesivo calor. Habría que ser un buen árbol para tener buena sombra, invitar al sueño de los viajeros que quieren un poco de misericordia de ese sol que reseca los pasos, que mata de sed en los trayectos largos.
Pero no soy esa clase de árbol, quizá tan sólo una rama salida un poco más allá del follaje, que juega a invitar al descanso bajo su sombra, pero que igual le da sentir el viento y moverse a su compás y entonces desproteger al viajero que se ha creído que en mi abrazo puede descansar, dejarle sólo en su sueño, insolado hombre que se ha descuidado a las crueles manos de ese sol que lo mismo madura la fruta que la termina por secar. Yo misma me he abandonado en el juego del viento, mis manos se extendieron y a mi sombra le parecieron más alas que inútiles miembros, y entonces se echó a volar, se hizo gaviota y como Juan Salvador quiso desafiar al mar, o golondrina, de esas oscuras que se pierden en viajar aunque prometan que “de tu balcón volverán sus nidos a colgar”.
Quién sabe si al final, como nos cantan dulces los versos de Becquer, quieran esas golondrinas, con el ala en sus cristales, jugando llamar, quizá sólo pasen, hagan un verano cerca de tu mar y se vuelvan al vuelo, a las ganas ancestrales de migrar. Quizá la sombra que soy, golondrina única que ha perdido el rumbo en su viaje austral, no pueda hacer verano, no sea suficiente para calentar tus ojos, para ponerles las miradas a madurar. Sombra, fragmentada noche que necesita del día para acompañar, oscuro lado lunar. Pero este octubre para mi es primavera, me hago día, brillo de viento de mar, debajo de mis alas oscuras breves plumas blancas pretenden destellar, recuerdan que aun entre las sombras, no todo es oscuridad.
Siempre había pensado que tenía qué ver con la madurez del otoño, con sus hojas que suenan debajo de los pies, los atardeceres rojos, el ambiente que comienza a enfriarse, el viento, ese viento que despeina, acaricia, recuerda que es posible sentir sobre cada centímetro de nuestra piel. El otoño me hace feliz, atesoro dentro de mis mejores memorias los años en la universidad cuando entre la Facultad de Arquitectura y la Biblioteca Central me iba caminando entre las hojas, esperaba la tarde frente al espejo de agua, me estaba en silencio con la cabeza llena de sueños.
En esos pocos momentos de tiempo, tardes de domingo o periodos de desempleo, recuerdo la correspondencia con los amigos, con Mar, con Carlitos, recuerdo mis libretas de notas, los afanes de palabras a todas horas, las ganas de decir todo y al final sólo terminar por describir las sensaciones de otoño y saber que con eso bastaba. Recuerdo los largos, suaves, tiempos de soledad en aquellos otoños. Luego llegó ese octubre en que conocí al Sr. C, su cumpleaños que disfrutamos sin saber que lo festejábamos: García Lorca en la Plaza de Toros, uno de mis recuerdos más caros. Ese octubre, principio de nuestra historia.
Luego vinieron el resto de los octubres, renovando y destruyendo, acabando con sueños y construyendo nuevos. Este será el primer cumpleaños que no pasamos juntos en los años que llevamos de conocernos. Estoy acá, sin otoño, sin hojas secas, también me dicen que allá no pasó el otoño, que se vino encima el invierno y todo es un enfriarse sin avisos previos. Aquí, en Ciudad del Cabo es primavera, todo florece, es un descaro de colores y sensaciones nuevas, esta es una ciudad que ama las flores, que tiene jardines en el frente de las casas, que viste las faldas de su montaña de aromáticos colores.
No sé cómo hablar de este octubre ahora, hace unos días me estaba preguntando si la magia de las lunas sería del mes o del otoño, y creo que es en realidad del mes, pues acá hemos tenido ya varias noches en que la luna, en creciente, sonríe con Venus tan cerca que casi pueden tocarse, corona la montaña, ilumina y hace gestos de coqueto derroche. Tendría que estar acá todo el año para poder saber si es que octubre tiene las lunas más bellas también en este hemisferio. Los amigos me dicen que en verano oscurece hasta las 9 de la noche y la luna es como otro sol anaranjado y enorme en el firmamento del norte.
Este octubre me habla de la verdadera lejanía, me está diciendo que es cierto que me he venido al otro lado del mundo, que los afanes viajeros a veces no nos permiten medir la distancia por estar tan distraídos en disfrutar trayectos y compañías. Podría uno seguirse moviendo sin sentir que transcurra la vida, podría tomar el camino de perseguir la primavera y vivirme en florecer todo un año, o lo que me dure la fortaleza de alas que me he inventado para estos días, podría también quedarme quieta, aguantar ese sol nocturno que reina acá los veranos, pensar en las posibilidades que este hemisferio abre para mis ojos.
Pero no me siento capaz de la permanencia, hay un par de sueños qué perseguir por los caminos, hay aun más que ver y muy poca vida para poner todo en nuestros ojos, hay también un sentido de fragilidad en todo lo que me toca en estos días, los lugares, las compañías se hacen un tanto ficcionales, parece que pueden desaparecer para el siguiente día. Tengo un poco de fantasma, más de lo que creo he tenido toda mi vida, algo de transparencia, alguien me ha dicho ayer que parece que es imposible tocarme, que es como si no fuera una persona de verdad.
Me ha asustado un poco escuchar eso, pero creo que de alguna forma justo así me siento. Es octubre, es primavera, y yo soy una sombra que ha dejado un cuerpo abandonado en alguna esquina del mundo, melancólico, esperando que vuelva su sombra para poder ser de nuevo una persona, dejar el medio día en que el sol nos desaparece las sombras y poder ir en libertad por las mañanas de definidas manchas a nuestros pies, los atardeceres de alargados reflejos y las noches que cambian al capricho de las artificiales luces.
Sin embargo, yo, la sombra, no tiene melancolía, no como ese cuerpo que se quedó por allá anclado a su esquina; esta que soy acá se llena de colores, pide prestados los lavandas de las flores, los lilas y los púrpuras, los azules de diminutos botones, juega a ponerse este o aquel gesto, las sombras son un lienzo abierto, se posan sobre las cosas y las toman, se permiten acariciar sus superficies con su apariencia de noche, pero no terminan por cubrir del todo el sol, hacen una pausa sólo al excesivo calor. Habría que ser un buen árbol para tener buena sombra, invitar al sueño de los viajeros que quieren un poco de misericordia de ese sol que reseca los pasos, que mata de sed en los trayectos largos.
Pero no soy esa clase de árbol, quizá tan sólo una rama salida un poco más allá del follaje, que juega a invitar al descanso bajo su sombra, pero que igual le da sentir el viento y moverse a su compás y entonces desproteger al viajero que se ha creído que en mi abrazo puede descansar, dejarle sólo en su sueño, insolado hombre que se ha descuidado a las crueles manos de ese sol que lo mismo madura la fruta que la termina por secar. Yo misma me he abandonado en el juego del viento, mis manos se extendieron y a mi sombra le parecieron más alas que inútiles miembros, y entonces se echó a volar, se hizo gaviota y como Juan Salvador quiso desafiar al mar, o golondrina, de esas oscuras que se pierden en viajar aunque prometan que “de tu balcón volverán sus nidos a colgar”.
Quién sabe si al final, como nos cantan dulces los versos de Becquer, quieran esas golondrinas, con el ala en sus cristales, jugando llamar, quizá sólo pasen, hagan un verano cerca de tu mar y se vuelvan al vuelo, a las ganas ancestrales de migrar. Quizá la sombra que soy, golondrina única que ha perdido el rumbo en su viaje austral, no pueda hacer verano, no sea suficiente para calentar tus ojos, para ponerles las miradas a madurar. Sombra, fragmentada noche que necesita del día para acompañar, oscuro lado lunar. Pero este octubre para mi es primavera, me hago día, brillo de viento de mar, debajo de mis alas oscuras breves plumas blancas pretenden destellar, recuerdan que aun entre las sombras, no todo es oscuridad.
hoy que ando juguetón, le faltó poner de todsas las lunas, las que más me gusta es la luna de octubre jajajaja
ResponderEliminaroiga está en ciudad del cabo o en cuernava, la eterna primavera lejana del ecuador XDD
lindas imagenes las hojas volanto crujiendo al caminar y ver el ocaso del sol :)