Escribo, sí, escribo largas cartas en estos días, voy palabra a palabra trazando las rutas de mis afectos, de mis cercanías, desde la otra orilla, botellas de colores con mensajes cifrados en sus entrañas frías. Gitana, lanzo hechizos de palabras en esas botellas azules sin esperar que lleguen a ninguna orilla, pero sabiendo bien que serán leídas. Embrujos para mis lectores, para los ojos que me han mirado con amor, con tristeza y con ira; para las miradas de afecto pongo en mis palabras suave sabor de flores de naranjo fresco, para los de amor desmedido, apasionado apego, pienso en duraznos suaves, embriagados de veranos nuevos; para la ternura de los años largos, de los trayectos continuos, me he pensado siempre con el sabor cálido que las barricas de roble le ponen al vino, un poco amargo si se siente de más, pero siempre un abrazo a nuestros sentidos que si no ponemos atención en nuestro paladar nos puede pasar desapercibido.
Tengo también en mis cartas saladas palabras para abrir el apetito, con sabor de mar, arenques y salmones ahumados con cariño, a las brasas del sol de ciertos escenarios compartidos, y del calor de esos mismos fogones saco potajes fuertes para los aventurados ojos que quieren leer los textos largos, tan viciados de retruécanos y oraciones subordinadas que se amontonan en la complejidad de mi pensamiento, que no es capaz de salir en línea recta y se me va desparramando por la página quieta. Tengo, en el inevitable laberinto que se me vuelven algunas de esas misivas, el vicio del ritmo, la inevitable rima, cuando me doy cuenta, no hago más que bailar entre esas palabras que asonante o disonante-mente van marcando la danza de las ávidas pupilas: pozoles, fabadas, moles y paellas de palabras.
De mis cartas de viaje hay algunas que llevan párrafos enteros de añoranza y melancolía, que me saben a perfumados membrillos recién cortados en los inviernos de la niña que fui hace ya muchos años, que me huelen a pastel de manzana o a pan de zanahoria de alguno de mis cumpleaños. También he salpicado, con dulce malicia, algunas de estas cartas con embriagadoras gotas de licores coquetos, con vueltas de frases que hacen revuelo de sus faldas y muestran las piernas a los que pasan, pestañas que suben y bajan con sabor de amaretto, olor de aniz y fuerza de ajenjo.
Sobre todo, estas cartas van improvisando el desayuno con lo que hay en el refrigerador en ese momento, con alacenas a medio surtir por los olvidos del tiempo, tomo todo lo que puedo poner sobre la mesa y me invento sabores nuevos, de sales y soles, de dulces matices, picantes cicatrices que cuentan historias de tiempos fallidos, lunares de chocolate para decorar mi confitería. A veces me estoy días enteros macerando una frase que se me ha venido entre sueños, otras salgo con lo primero que tengo en la punta de los dedos, sorprendida por las visitas que se cuelan hasta la cocina hambrientas de palabras recién cocidas.
Las más de las veces cocino palabras sobre pedido, voy debiendo aquí y allá cenas, desayunos y comidas, me he tomado de la mesa de los dueños de mis afectos todo lo que he querido, me he bebido sus labios, probado sus brazos, deleitado mis voraces ímpetus con el sabor de sus sonrisas y sus palabras, me he comido, a mordidas grandes, arrancando pedazos sin la decencia de tenedores y cuchillos, la delicia que son mis amigos, mis hermanos, mis amores y mis olvidos. Carnicera y salvaje, he tenido en mi vida demasiada hambre, pero a cambio, me pongo los trajes de cocinera y pago mis cuentas con la variedad de recetas que puedo sacar preparando, a fuego lento o en violenta hoguera, el sabor de mis letras.
Claro que es bien sabido que no todos los paladares están listos para la sofisticación de los sabores, que no a todos les entra por la boca lo exótico de algunas combinaciones, hay quienes no encuentran en los alimentos algo más que lo necesario del sustento del cuerpo y desconocen el placer de llenarse la boca con el cebado calor de las peras puestas a madurar en el abrazo de un buen vino tinto. Imposible cocinar para esos gustos estrechos, impensable ponerles a la mesa margaritas a esos cerdos para que terminen por mancillarles los dulces pétalos. Alguien, al leer esto se estará riendo.
Tengo también en mis cartas saladas palabras para abrir el apetito, con sabor de mar, arenques y salmones ahumados con cariño, a las brasas del sol de ciertos escenarios compartidos, y del calor de esos mismos fogones saco potajes fuertes para los aventurados ojos que quieren leer los textos largos, tan viciados de retruécanos y oraciones subordinadas que se amontonan en la complejidad de mi pensamiento, que no es capaz de salir en línea recta y se me va desparramando por la página quieta. Tengo, en el inevitable laberinto que se me vuelven algunas de esas misivas, el vicio del ritmo, la inevitable rima, cuando me doy cuenta, no hago más que bailar entre esas palabras que asonante o disonante-mente van marcando la danza de las ávidas pupilas: pozoles, fabadas, moles y paellas de palabras.
De mis cartas de viaje hay algunas que llevan párrafos enteros de añoranza y melancolía, que me saben a perfumados membrillos recién cortados en los inviernos de la niña que fui hace ya muchos años, que me huelen a pastel de manzana o a pan de zanahoria de alguno de mis cumpleaños. También he salpicado, con dulce malicia, algunas de estas cartas con embriagadoras gotas de licores coquetos, con vueltas de frases que hacen revuelo de sus faldas y muestran las piernas a los que pasan, pestañas que suben y bajan con sabor de amaretto, olor de aniz y fuerza de ajenjo.
Sobre todo, estas cartas van improvisando el desayuno con lo que hay en el refrigerador en ese momento, con alacenas a medio surtir por los olvidos del tiempo, tomo todo lo que puedo poner sobre la mesa y me invento sabores nuevos, de sales y soles, de dulces matices, picantes cicatrices que cuentan historias de tiempos fallidos, lunares de chocolate para decorar mi confitería. A veces me estoy días enteros macerando una frase que se me ha venido entre sueños, otras salgo con lo primero que tengo en la punta de los dedos, sorprendida por las visitas que se cuelan hasta la cocina hambrientas de palabras recién cocidas.
Las más de las veces cocino palabras sobre pedido, voy debiendo aquí y allá cenas, desayunos y comidas, me he tomado de la mesa de los dueños de mis afectos todo lo que he querido, me he bebido sus labios, probado sus brazos, deleitado mis voraces ímpetus con el sabor de sus sonrisas y sus palabras, me he comido, a mordidas grandes, arrancando pedazos sin la decencia de tenedores y cuchillos, la delicia que son mis amigos, mis hermanos, mis amores y mis olvidos. Carnicera y salvaje, he tenido en mi vida demasiada hambre, pero a cambio, me pongo los trajes de cocinera y pago mis cuentas con la variedad de recetas que puedo sacar preparando, a fuego lento o en violenta hoguera, el sabor de mis letras.
Claro que es bien sabido que no todos los paladares están listos para la sofisticación de los sabores, que no a todos les entra por la boca lo exótico de algunas combinaciones, hay quienes no encuentran en los alimentos algo más que lo necesario del sustento del cuerpo y desconocen el placer de llenarse la boca con el cebado calor de las peras puestas a madurar en el abrazo de un buen vino tinto. Imposible cocinar para esos gustos estrechos, impensable ponerles a la mesa margaritas a esos cerdos para que terminen por mancillarles los dulces pétalos. Alguien, al leer esto se estará riendo.
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ResponderEliminarpalabras que transportan, palabras que atrapan, no sólo aromas que abren apetito, sino cebadas que no fueron pagadas antes del viaje de una niña que sigue siendo juguetona, transparente y franca
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