Había fe. Eran tiempos de manos acaudaladas fluyendo, de ríos suavemente desbordados fertilizando laderas, amaneceres con olor de vida nueva, siempre nueva, retoños implacables abriéndose paso entre las ramas viejas, todo abono para esos tiempos futuros de promesas. Se florecía sin misterio, como un hábito simple, explosiones de colores llenaban los paisajes en primavera permanente. Eran tiempos inexistentes, en la memoria de las cosas sólo vagas lagunas quedan de esas desbordadas fuentes. Queda ahora el vestigio de la fe en la memoria, sus pobres sombras, los ecos de sus cantos. Ruinas, paraísos imaginarios para el visitante, grandezas de otros tiempos, todos tiempos pasados, todos pasados mejores, todos apenas recordados. Al amanecer, el olfato del visitante explora el aire seco, cierra los ojos y se imagina las humedades de esos tiempos, saborea el gusto de las flores, la búsqueda ciega de las raíces haciéndose grandes, la sensualidad de los líquenes azules, de los musgos suaves...